Es importante que se instituyan obligaciones y sanciones que conduzcan al desarrollo continuado de las obras públicas
Nadie está obligado a dar lo que no tiene, a comunicar lo que no sabe, a ejecutar sin experiencia. Las ciudades son fiel reflejo de la idea que de ella tienen sus administradores y del Gobierno que las planifica. Pero esas ciudades de las que tanto predicamos amor y orgullo, son ante todo el habitáculo de personas, de seres humanos que merecen ser atendidos, y dignos de una vida cómoda. Deberían ser ideadas y gobernadas con esa idea imposible de practicar de la democracia directa y perfecta, en la que entre todos decidamos que hacer con cada trozo de suelo urbano, desde la experiencia de las necesidades insatisfechas y de los sueños de felicidad que cada uno aporte, creando mediante acuerdos colectivos verdaderos nichos de equidad, prosperidad y paz.
El amueblamiento, la dotación urbana, tendrá que regirse por normas, claro. Pero lo uno y lo otro deberá partir, siempre, del conocimiento de las creencias, las urgencias, los usos sociales y del ideal de bienestar que tienen los pobladores de las ciudades, sus habitantes tendrán que ser el norte que guie siempre su desarrollo y sus dimensiones. No pueden los alcaldes despreciar la función de la planeación física urbana, poniéndola en manos inexpertas, solo para complacer a quienes quieren hacer negocios con el erario. Es importante que se instituyan obligaciones y sanciones, que conduzcan al desarrollo continuado de las obras públicas, para que no se frustren ejecuciones benéficas para las ciudades, por el solo hecho de haber sido ideadas en administraciones pasadas.
Medellín fue el orgullo nacional, la ciudad para mostrar, la fuente en la que podía beber la sabiduría del buen manejo. Si algo hay que le ha hecho daño a la ciudad, es la elección popular de alcaldes. Los ha habido muy buenos, pero en su mayoría nos han manejado como el feudo que se les entrega el uso y el abuso. Lo más triste es que quienes tendrían que defendernos a los ciudadanos de a pie, se juntan en coaliciones que solo tienen como fin el lucro personal. Si el alcalde es amigo, todo lo que haga es bueno, así la ciudad se derrumbe. Por caprichos, por decir algo, de algún mal administrador, donde debería haber árboles y flores, solo hay más cemento, y un cemento feo y decadente, que se ha vuelto nido de ratas y delincuentes, que bien pude ser definido como detrimento urbano.
Nuestro centro se volvió un desastre. Las aceras son ocupadas por vendedores de correas y cachuchas que no venden nada (¿de que vivirán?). Los cruces son invadidos por una especie de mercados portátiles, exponiendo a los peatones, sobre todo a los mayores, a ser arroyados por los carros y los miles de motocicletas que hay en las calles. Ahora vienen con el cuento de arreglar la avenida La Playa. El proyecto parece tener la intención de continuar el esperpento en que se ha convertido el teatro Pablo Tobón Uribe, en cuya entrada, en vez de la cartelera de espectáculos que tienen todos los de su tipo, hay un tablero con el menú del día escrito con tiza. No hay alcaldía. ¡No hay dolor mayor que recordar los tiempos felices desde la Miseria!, decía el Dante.