El director del Colectivo Teatral Matacandelas, Cristóbal Peláez, habla de su vida y obra, opina sobre la dramaturgia en Medellín y recuerda qué semillas fueron sembradas en su infancia para ser el hombre tras el telón que hoy es, luego de fundar un grupo de teatro eligiendo el nombre al azar, con los ojos vendados.
"¿Cuándo vas a dejar de fumar?”, es la pregunta que le roba una sonrisa a Cristóbal Peláez, un sábado cualquiera, a las 2:00 a.m., después de un concierto de champeta en el Teatro Matacandelas, cuando entre la multitud algunos pueden olvidar que se trata de su director.
De repente, como quien quiere evadir el cuestionamiento, saluda cariñosamente a uno de los jóvenes que está afuera del lugar, recostado en la fachada en frente suyo, intentando encender un cigarrillo, y responde: “usted por qué no le pregunta a él cuándo va a dejar el cigarrillo”, para después sonreír como quien gana la batalla porque tiene una manera más provocadora de responder.
Un beso en la mejilla, un abrazo lento, la frase “cuídese mucho” y entonces se va, dando la espalda, dejando solo ver la faz de un hombre vestido de jeans y chaqueta del mismo material, que abre la puerta para descansar en su guarida, cercana al lugar donde hace arte, diciendo que el día ya murió y vendrá uno nuevo.
Sí, fue una manera de responder parecida a la de un niño, él lo sabe. Esa es la esencia de su alma, producto de una infancia prolongada, con sonrisas y alegría, por más de medio siglo.
Cristóbal nunca pudo superar una infancia feliz. Él no duda en levantar el mentón, con un cigarrillo en su mano, uno de los cinco que se fumará en dos horas de conversación, de entrevista, para viajar al pasado del niño que fue y que cada amanecer despierta en él, así ahora sea un hombre adulto.
“Fue una infancia muy chévere, en un medio muy idóneo para uno despertar la creatividad, un mundo campestre, muy cercano a lo urbano. Mi infancia se resume en riachuelos, peces, cometas, globos, en el juego. Fue la infancia casi que ideal que debería tener cualquier niño”, relata, aceptando que “a pesar de ser una familia muy pobre”, jamás tuvieron hambre ni carecieron de lo elemental.
A través del juego, este dramaturgo antioqueño se fue “chocando con la radio”, en esa época “empezaba el fervor público que había por los dramatizados, para una madre tan prolífica como la mía, para cuidar a todos esos niños, el departamento de recreación era la radio. En total fuimos nueve hijos, uno tras de otro, yo era el menor, conmigo ya mis papás fueron un poco abuelos”.
Vivía en el barrio La Mina, un asentamiento ubicado al lado de una quebrada, de gente desplazada por la violencia, arriba del barrio San José, en Envigado. Era zona rural entonces.
Su territorio, recuerda, “comenzó a prosperar porque la gente que allí llegaba era reclutada por la empresa Coltejer, eso incidía en una economía familiar, en el arreglo de la casa, en que la gente comiera mejor. Era una cosa dividida entre proletarios y campesinos. Era un barrio muy sano, con vecinos admirables, en un ambiente bucólico”.
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Entonces, lo crucial también fueron las letras. La relación entre Cristóbal y la Literatura comenzó en la radio, “por la palabra”. “En esa época el énfasis estaba en la radio hablada, en narraciones, programas con los oyentes, como Doctora corazón y Aquí resolvemos su caso. También había humor, con humoristas como Montecristo, Los Chaparrines”.
Fue Fernando, su hermano inmediatamente mayor, quien le dio de una droga de la que, hasta hoy, no se ha cansado de beber: “Fernando era una especie de drogadicto de la literatura, él empezó a contagiarme, me sembró el amor por la literatura, lo hacía por el impulso de tener un interlocutor. A los 10 años ya yo leía La Vorágine, La María, empecé a leer los folletines que llegaban. La famosa Biblioteca Aldeana de Colombia sacaba unos libros muy baratos, que estaban en mi casa y nos los devorábamos”.
Al mismo tiempo iba desarrollando una gran pasión por la representación, “a veces no relataba sino que mostraba, dramatizaba y esas dos cosas se fueron juntando. Conté con un profesor en tercero de primaria, todavía recordado en extensión cultural, don Elías Aránzazu, quien después hizo de dramaturgo, con una gran pasión por el teatro. Yo estudiaba en la Escuela Modelo, que después se llamó Escuela Fernando González, después pasé a un programa educativo que tenía la Fábrica Coltejer, mi papá José Peláez era un jubilado de Coltejer”.
Un colegio para tres
El hijo de mamá Ana entró en su juventud temprana a la Galería Dramática Salesiana, “que fue la comunidad que trajo el teatro a Colombia. Tenía una serie de publicaciones (cerca de 300 obras de teatro), clasificadas en obras para niños, para niñas, para mujeres solas, para hombres solos. Eso se nos juntó con que Caracol comenzó con su Teatro Lírico Caracol, un contrato que ellos hicieron con una compañía de teatro lírico y conocimos a Allan Poe y obras como Cumbres borrascosas. Me fue naciendo un amor por el cine, hasta el punto en el que pensé que lo mío era el Cine”.
Ya había recorrido un camino, en el Colegio de la Presentación de Envigado, “con las monjas, cuando yo estudiaba en el Colegio San José de la Salle, formé el primer grupo”.
Pero el colegio también fue corto. “Aguanté solamente hasta cuarto de bachillerato, de ahí no pude más. Cuando pasé a quinto tenía una angustia, hablé con un compañero y le dije: ‘hermano, nos están formando para ser verduleros de la Plaza de Mercado’, no nos estaban enseñando nada, se nos está acabando el tiempo”.
Para ese momento, la oscuridad se iluminaría, paradójicamente, con el nacimiento de Matacandelas: “Recuerdo que con otros dos compañeros (John Eduardo Murillo y Héctor Javier Arias), quienes después fueron los fundadores de Matacandelas, dijimos que íbamos a fundar un colegio de estudios para nosotros tres. Durante un año nos encerramos, con un ritmo de 9:00 a.m. a 6:00 p.m. en la Biblioteca de Envigado, a estudiar. Estudiábamos a la topa tolondra, con una gran disciplina, era tal la ansiedad de leer, de conocer y atrapar mundo, que un autor nos llevaba a otro. Leíamos obras de teatro, tomábamos notas. A los dos años nos encontramos con los demás compañeros y sentíamos que estaban en el Paleolítico”.
En 1979, los tres amigos se decidieron por el teatro.
“Nos preguntábamos ¿qué podemos hacer?, ¿qué campo nos permite expresar todo lo que queremos hacer?, ante lo que concluimos que lo mejor era formar un grupo de teatro”.
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Matacandelas y el azar
El nombre Matacandelas fue escogido al azar, con los ojos vendados, en el Diccionario de sinónimos y antónimos de Sainz Robles, “uno de esos grandotes como para cuñar puertas”, cuenta Cristóbal.
“No lográbamos ponernos de acuerdo en cómo llamar el grupo, y después de una hora de deliberación, el 9 de enero de 1979, al caer la tarde, decidimos hacerlo al azar. Me vendaron los ojos, y cayó en esa palabra. Ya sabíamos que matacandelas era el aparato, para apagar velas. También supimos después que era un hongo que se cultiva en México, que significa hablar lento y en secreto, una acción versátil. Nos gustaba mucho la descripción según la cual Matacandelas es una fórmula de excomunión, cuando el crimen contra la iglesia es muy grande no media un tribunal eclesiástico, sino que se ponen unas velas en agua y cuando los cabos tocan el agua el individuo queda excomulgado. Un viejito en Manizales me contó que Matacandelas es un duendecillo de la antigua arriería antioqueña que se alimentaba de fuego”.
En ese momento no pensaron en tender una sede. “Lo primero fue montar un grupo, que era juvenil, aficionado. No había academias, ni escuelas, no existían las redes sociales. Fue de regar el cuento, de que alguno tenía un primo al que le gustaba el teatro. Entonces teníamos ya como nueve personas. Yo, a mis 26 años, dije: nosotros somos un montón de guevoncitos, que no saben nada de teatro. ‘Esta mañana estuve hablando con Marlon Brando, Brigitte Bardó, pero ellos están ocupados, entonces hagámoslo nosotros’, les bromee. No dijimos ‘vamos a hacer un teatro de vanguardia, increíble’. Nos interesaba tener una gran proyección con el público, entonces nos dimos a hurgar para aprender”.
Su primera obra se llamó ¿Qué cuento es vuestro cuento?: “íbamos de la mano del poeta León Felipe, sacamos cuentos suyos, uno de García Márquez (La idea que da vueltas) y de Esteban Carlos Mejía (Cuestión de escrúpulos), también uno de un salvadoreño amigo mío La clave del éxito, que era sobre los emigrantes. Teníamos cosas de León de Greiff de Shakespeare, textos míos, en total eran como quince autores, recuerdo que Mario Benedetti estaba ahí”.
La única escenografía era una silla: “Dijimos que íbamos a hacer obras versátiles, nada aparatoso ni con escenografía. Vinieron después obras como La comedia facundina y La estatua de Pablo Anchoa (que la presentamos hasta por debajo de las piedras, viajamos hasta Sincelejo y Tolú). La consigna con la que nos fundamos fue de Augusto Boal (1931-2009), la del Teatro del oprimido, que dice que el teatro puede ser hecho por cualquiera, incluso hasta por actores, que puede ser hecho en cualquier parte, incluso hasta en el escenario. Nuestros espacios eran las cafeterías, las canchas de los barrios, los patios de los colegios, íbamos a cualquier lado”.
Una obra como ¿Qué cuento es vuestro cuento? pudo haber sido representada unas 400 veces.
“La idea nuestra era que el teatro permeabilizara todo”, dice Cristóbal, quien acepta que la Medellín de entonces era una “aldea”, una ciudad con puertas cerradas para el teatro. Había leído, paradójicamente, que en Argentina, en el año 1905, escrito y referenciado por el maestro Dubatti, Buenos Aires tenía 1.000.000 de habitantes y las entradas a teatro registraban 5.000.000 de asistentes, entonces, ante esos logros, los tres gestores no se dejaban derrumbar.
Colombia cambió por ese tiempo los horarios de estudio, los jóvenes ya no estudiaban de 7:00 a.m. a 12:00 del mediodía y luego hasta las 5:00 p.m., sino que el horario era de 7:00 a.m. a 1:00 p.m., las madres tenían miedo de que sus hijos tuvieran ocio y se encontraran con las drogas, ante lo que el grupo construyó un elenco.
“Fue la época en la que entraron fuerte el bazuco y otras drogas. Los padres estaban preocupados por sus hijos, querían que tuvieran una terapia ocupacional, sobre todo en Envigado. Nosotros seguíamos reuniéndonos en la Casa de la Cultura de Envigado. Todos nuestros actores eran jovencitos”.
En Córdoba con Maracaibo, en el Centro de Medellín, tuvieron su primera sede.
“Cobrábamos entrada general $300 y público estudiantíl $200. Empezamos a guapearla, con funciones de martes a sábado. Montamos La zapatera prodigiosa y nos sonó la flauta. Fue en 1987”.
La economía y la formalización de la labor teatral siempre han sido complejas, hoy Cristóbal dice que “hasta ahora no se ha logrado la profesionalización del teatro”.
“Siempre hemos vivido de la autoexplotación: una séptima parte de nuestra economía son los convenios con entidades estatales y privadas, otra que es la taquilla, otra que es la venta de funciones, dos séptimas partes las ponemos nosotros (el doble de lo que pone el estado) y dos partes más que no entran nunca. Esto es lo que, en sí, constituye la pobreza”.
La Cooperativa Confiar fue su luz para conseguir sede. Gracias a su financiación y ayuda en alianzas sirvió para que hoy estén en su sede de Bomboná debajo de Girardot.
“Dependíamos del Periódico EL MUNDO y El Colombiano para tener público. Era terrible cuando no salíamos en EL MUNDO, teníamos crisis, era un grito generalizado. Pánico general a las 8:00 a.m., no salíamos, no iba a venir nadie, y así era”.
Ya la sede es propia, tiene un “cantadero”, que es como llaman al primer espacio del lugar en el que hacen conciertos, así como una sala central, salones y una cocina enorme, donde todos los días el grupo comparte un almuerzo.
El pasado 2016, Matacandelas accedió a una nueva sala para su Teatro, gracias a los recursos de la Ley de espectáculos públicos.
Entre sus logros, además de llenar la sala constantemente y haber estrenado este año la obra Primer amor y de tener en estreno por estos días Perspectivas ulteriores, está haber tenido la aprobación del público en ciudades como Bogotá, donde, dice, “el Matacandelas es más famoso que aquí, más aceptado”.
Desde la mirada de Diego Sánchez, actor del grupo hace 30 años, “Cristóbal a lo que se ha dedicado, particularmente, es a aficionarme del teatro, 24 horas al días, de la manera más maravillosa, que tiene que ver con el humor. Uno siempre que está con él le escucha los cuentos, soy muerto de la risa todo el tiempo. A él no le importa eso de ‘entregar conocimiento’, lo que sí le gusta es contagiarlo a uno, invitarlo a coger un texto, a montar un texto, contagia de una fiebre creadora, de modificar el mundo a través del escenario, de modificar el escenario mismo; desde hace 30 años hace lo mismo”.
Lo que son y lo que no son
Para Cristóbal, el grupo ha logrado conquistar al público porque “llegamos a temas que siempre son el tormento del alma: la incomunicación, los sueños, el misterio, escarbando siempre en el tormento y en dolor. No porque seamos gente atormentada, sino porque creíamos que explorar ahí era muy importante y eso no se estaba haciendo mucho”.
Les ha funcionamos mucho “no dar todo por sabido, sino partir por no saber”. Ha creado “posibilidades semánticas en el escenario”.
Andrés Caicedo ha sido una de sus obsesiones. “Lo conocí desde 1983, pero era muy hermético, la familia no lo dejaba salir, tenía ese duelo coagulado. Fue un momento fundamental desde la dramaturgia”.
“Todo se vuelve retrospectivo. Montar La casa grande (2015) era un anhelo que tenía hace 20 años, la obra de Sylvia Plath la busqué durante diez años. Lo de Fernando González lo emprendí cuando tenía 21 años, me choqué contra eso, no fui capaz, pero años después regresé”.
Les interesan mucho como grupo los autores del siglo XIX, pero también autores colombianos vigentes. “Iba y venía. Con Fernando González era una deuda muy grande, es el montaje que más me ha constado intelectualmente, ya estaba advertido que habían intentado cosas con él y no lo habían logrado, tenía la conciencia de que podía ser un bodrio. Todo se dio cuando entendí que el aspecto dramático era él mismo, eso de ‘vivir a la enemiga’”.
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“Hemos dicho algunas veces que más que montar obras nos interesa mucho montar procesos culturales, no hacer un teatro de repertorismo. Tenemos muy claras cuáles son las fortalezas del Matacandelas, debilidades las tenemos todas”. Ha sido una búsqueda que parte de la pregunta “¿qué tenemos deseo de crear?”.
Para Jaiver Jurado, presidente de la Asociación Medellín en Escena, “uno de sus grandes legados es la creación y permanencia: no sólo han modificado la calle Bomboná, sino que han creado un estilo y unas formas estéticas admirables e importantes”. Él opina que sus obras aportaron a la ciudad una mirada crítica sobre el propio sector, “sobre cómo somos los hombres y las mujeres de teatro, contrastada con la manera en que nos mira el Estado; en la que nos ve el sector privado y el académico. Es un pensamiento crítico que le ha ayudado mucho al teatro colombiano”.
Además, según Jurado, “Cristóbal es un creador que trabaja mucho con el concepto de la pesquisa, del no saber, de la incertidumbre, de la pregunta, de preguntar al otro, su dirección artística tiene en cuenta al otro, en especial respeta al actor como centro y figura principal”.
La pandilla y la ciudad
Cristóbal asegura que no apoya el lema “entrada libre con aporte voluntario”: “Mientras yo esté en este grupo no estoy de acuerdo de que nuestro aporte quede a esa especie de limosna pública. Entiendo que eso ha salvado grupos, proyectos, pero se queda en algo muy perezoso. Hay que pensar qué tanto estoy yo influyendo en las mentes del público”.
Gozan de “buena salud frente al público, que es diferente según las obras. El público es bueno, tirando a regular, pero queremos que tire a excelente, con obras icónicas en el medio como Angelitos empantanados, La chica que quería ser Dios, O Marinheiro. Tenemos cuatro grupos de culto, eso es muy mucho”. Se sienten “made in Medellín”, los aburre “el teatro de charruras, de mirar hasta el cansancio las dotes del actor, únicamente”.
“Al actor hay que controlarlo mucho, trabajar mucho conceptualmente, para que no caiga en eso de resaltar el yo, que es lo que nos come. El trabajo de la Filosofía era ‘disminuir el yo’, decía Fernando González, entonces creo que el teatro requiere de eso, de una pelea a muerte con uno mismo”.
Si tiene que sintetizar qué son responde que una pandilla, porque “en una pandilla, buena o mala, existen unos códigos. Nosotros que nos juntamos para hacer teatro que, se supone, es un bien público, debemos tener esos códigos. No es el concepto de empresa, de marcar tarjeta, incluso la gente se sorprende, porque muchas veces para nosotros no hay quincena, entonces se dan cuenta que no es una empresa regular. Este es un fracaso exitoso, se ha podido, no sé hasta cuándo se podrá”.
Para él está claro que el teatro es “un no saber”.
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“El teatro de Medellín lo veo solidario, no hay una entidad en el país como Medellín en Escena. Tenemos muchas diferencias, incluso apatías entre nosotros mismos, pero estamos juntos por dos razones: estamos luchando por el espectador nuestro de cada noche, para protegernos de la delincuencia: ósea del gobierno. No es un chiste, vivimos en un país absolutamente delincuencial, empezando por el gobierno, con una clase dirigente delincuente, que ha convertido a la mitad de los ciudadanos en delincuentes, pero para mí el teatro es un estado de trabajo sobre la civilización. Somos una escuela de ética y un crimen contra la ética es un crimen contra la estética”.
“El teatro es un espacio de civilización y de libertad”.
Cristóbal dice que para que Matacandelas exista y sea exitoso hay tres factores fundamentales: el capital humano, las personas; el repertorio de obras y la casa, “hemos querido que este sea un espacio muy bello, muy diverso, que lleguen cosas variopintas, no es el criterio de lo que a mí me gusta o lo que creo que es verdad, esa idea tan evangélica ni la pienso”.
Y cierra con un chiste que sabe que a su interrogador no le gusta: “Yo ya tengo listo mi epitafio: Don José, doña Ana, su hijo vivió liberto”.