Si no hay dios, ni ley moral, ni valores, ni mandamientos, ni órdenes que justifiquen nuestra conducta: estamos condenados a ser libres.
La filosofía común dice que la esencia -aquello por lo cuál una cosa es lo que es y no otra cosa- precede a la existencia; la existencia, viene de la esencia.
Para los existencialistas, la existencia es lo primero, la esencia viene después: Esto es, no hay esencia, no hay naturaleza humana antes de la existencia, no creen que exista un dios que la haya concebido.
El hombre en principio no es nada, será algo después, tendrá su esencia, su naturaleza, y será como sea capaz de hacerse a sí mismo.
El hombre es absolutamente libre de hacer lo que quiera. Nadie lo limita, nada le da norma. Esto es lo que Sartre llama el Desamparo.
El desamparo vendría de no reconocer la existencia de un dios. Si no hay dios, ni ley moral, ni valores, ni mandamientos, ni órdenes que justifiquen nuestra conducta: estamos condenados a ser libres. No hay nada establecido, nada a priori que nos conduzca a obrar en una forma determinada.
Estamos en un plano de igualdad exclusivamente humano, todo está permitido. El hombre a cada instante debe decidir por sí mismo, debe elegir qué piensa y qué hace; no puede no elegir, porque el inhibirse sería ya una elección.
Aquí viene la desesperación: Para todo esto no contamos sino con nuestra voluntad y el conjunto de probabilidades que hacen posible nuestra acción. La única ayuda moral que tenemos para resolvernos es que nuestro acto pueda servir de norma a personas que se encuentren en iguales circunstancias; esa es la ética existencialista.
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La sabiduría común muestra al hombre capaz de lo peor, llevado a ello por su naturaleza, ante lo malo no dice “repugnante”, sino “humano”, como si en el hombre hubiera una corrupción esencial irremediable que le sirviera de disculpa. Eso es pesimismo.
En cambio, la dureza optimista, muestra, por ejemplo, un hombre cobarde, responsable de su cobardía, responsable porque se construyó así a sí
mismo, no por efectos de limitación moral, ni de organización fisiológica.
Y el hombre no debe abandonarse, debe ser responsable de sí mismo, debe buscar, solucionar, realizarse, comprometerse. De aquí el nombre de litterature engagée, "comprometida", que se ha dado a la de Sartre. Hasta entonces los escritores franceses, exceptuando a Pascal, no habían tenido horizontes metafísicos.
Sartre explica esta famosa “relación del hombre con su estado original”, pero nos la hace sentir perfectamente, porque es su centro, su atmósfera, vaga pero obsesionante.
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Así en ´Los caminos de la libertad´, obra en cuatro libros: ´La prórroga, ´La edad de razón´, ‘La muerte en el alma´, y ´La última oportunidad´, los personajes, están siempre, a través de todas sus situaciones, resolviendo qué hacer, y cómo.
Estos personajes se mueven en el desamparo, la desesperación, la angustia. Esa que produce tener conciencia de la libertad, de la posibilidad de elegir, de saber que lo que se escoja no tiene más valor que el de haber sido escogido. Conocer que el porvenir depende sólo de cada uno, y que cada uno es responsable único de cuanto haga.
Estos personajes desesperados y comprometidos no tienen entusiasmo para comunicarnos, no ejercen en nosotros ninguna influencia positiva. Su libertad es indiferente y viene de la inteligencia y nó de la voluntad. Su problema de inteligencia, de razón, resulta más importante que su problema de acción. Pero para nosotros la razón absoluta no existe; y tampoco la existencia absoluta. Lo que cuenta es la razón, el estar en el mundo y servirse de la experiencia adquirida. Dicen que el existencialismo está destinado al fracaso. Pero ha sido la expresión de la crisis espiritual de la época. ¿Ha sido, o es? ¿Esperamos?