Ruth Alicia López Guisao, fue asesinada hace una semana en Medellín, un par de días después les ocurrió lo mismo a los hermanos José Antonio y Luz Ángela Anzola Tejedor, en casos separados ocurridos en el municipio de Mesetas, Meta, con apenas dos horas de diferencia. Los tres, eran reconocidos líderes sociales, personas a quienes les importaba más que su bienestar el de sus comunidades. Fueron ultimados por desconocidos, después de que el defensor Nacional del Pueblo, Carlos Negret, reportara el homicidio de 120 líderes sociales en 14 meses.
Como las declaraciones del Defensor, los homicidios de Ruth Alicia, José Antonio y Luz Ángela apenas alcanzaron el nivel de registro en los medios de comunicación. Vistos de manera aislada, son apenas una estadística que refleja la dificultad del país para superar las diferencias de modo distinto al de la violencia. Puestos en conjunto, se trata de un genocidio como el de hace tres décadas, cuando un partido político de izquierda fue exterminado a sangre y fuego, casi sin que la opinión pública lo advirtiera. Una realidad que no podemos volver a tolerar.
Por eso tiene tanto valor la campaña del portal Generación Paz (que hemos saludado en esta columna) para ponerle nombre a las víctimas, porque con ello se hacen visibles, dejan de ser un número y nos recuerdan que son seres humanos. Personas con cuyos principios, ideas o actuaciones no tenemos que estar de acuerdo, pero cuya vida debimos defender. Hablamos de mujeres y hombres, reclamantes de tierras, defensores de derechos humanos, voceros de género, en Antioquia, Arauca, Atlántico, Bolívar, Caquetá, Casanare, Cauca, Cesar, Córdoba, Cundinamarca, La Guajira, Magdalena, Meta, Nariño, Norte de Santander, Putumayo, Risaralda, Santander, Tolima y el Valle. Es decir, en 20 de los 32 departamentos, en todas las latitudes, en los centros más poblados; lo que debería constituir una tragedia nacional, pero apenas si se nombra.
Como no se nombran más allá de sus círculos familiares y de amigos, Éder Cuetia Conda, Fabián Antonio Rivera Arroyave, Vicente Borrego, Luis Carlos Tenorio, Samir López, José Abdón Hoyos, Nataly Salas, Éder Mangones, Guillermo Veldaño, Anuar Álvarez, Yaneth Calvache, Olmedo Pito, Aldemar Parra, Juan Mosquera, José Cartagena, Emilsen Manyoma, Javier Rodallega, Hernán Agames, Porfirio Jaramillo, Néstor Martínez, María Fabiola Jiménez, Roberto Taicus Bisbicus, Diego Alfredo Chirán Nastacuas, Luciano Pascal García, Alberto Pascal García, Nereo Meneses, Joel Meneses, Ariel Sotelo, Simón Álvarez Soscué, Martha Pipicano, Libio Antonio Álvarez, Salvador Acosta, Cecilia Coicué y casi un centenar de personas más.
Además de los líderes asesinados, otro medio centenar ha recibido amenazas o agresiones, según el mismo informe de la Defensoría del Pueblo. Ataques que vienen de diferentes actores armados y que en la mayoría de casos siguen impunes. Una inoperancia del sistema judicial que no solo tiene que ver con los casos que involucran a líderes sociales, pero que duele más por el abandono generalizado hacia quienes se impusieron como propia una causa común. Es la sociedad en su conjunto la que no debe dejar solos a sus líderes, la que los debe proteger, pero también recordar con nombre propio, una manera de sentir como propia su pérdida.
Esa sociedad que ha sido solidaria con otras tragedias propias o ajenas, que se ha movilizado contra el secuestro, contra la violencia, contra el maltrato animal y aún, contra cartillas que no existían, se echa de menos en la tragedia lenta y prolongada que tiñe de sangre calles y veredas en toda la geografía nacional y que va cumpliendo el cometido de callar voces que hablan de justicia, de equidad y de humanidad. No podemos dejarlos solos, hay que proteger sus vidas, pero cuando no lo logramos debemos mantenerlos presentes para que la muerte violenta no nos gane la partida.