El Estado nació con la atrofia de no incluir a millones de colombianos cuyo principal pecado fue asentarse en las zonas apartadas de la geografía nacional.
Ante las reiteradas sindicaciones de que con el proceso de paz el país terminó en manos de las Farc o el castro chavismo o el terrorismo, cabe preguntar: ¿quién ganó con los acuerdos suscritos entre el gobierno y la guerrilla? Sin duda, el Estado. Los farianos perdieron por goleada. Las elites colombianas se quitaron de encima el acoso de un ejército de casi 10.000 hombres y mujeres, con un discurso político consistente y hegemónico a su interior, con resonancia internacional, con cuantiosos recursos acumulados desde la ilegalidad, con control territorial rural, y con capacidad de lucha y experiencia para sortear la presión de una fuerza pública y otros organismos de seguridad de 500.000 hombres y la mayor tajada del presupuesto nacional. Con el apoyo de los EEUU, a partir de la lucha contra el narcotráfico mediante el Plan Colombia, la guerrilla fue arrinconada y debilitada, pero no acabada.
Algunos añoran la política de la seguridad democrática, como una política de aniquilación de la subversión armada, pero desconocen que esa misión de dar de baja o detener hasta el último hombre o mujer del grupo ilegal es un sueño imposible, mientras por el abandono estatal del campo, las Farc, a pesar de la injustificada y repudiable violencia de sus acciones, echó raíces entre poblaciones campesinas, para quienes la insurgencia asumió las funciones de un inexistente Estado mediante la construcción de infraestructura rural al servicio del tráfico de drogas, administración de justicia autárquica resolviendo los conflictos familiares e interpersonales, protección a los pobladores respecto al acoso de otros grupos y generación de ingresos desde la coca o la minería ilegal. El costo del abandono fue un conflicto armado de 50 años y 8 millones de víctimas.
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Colombia no fue víctima de ninguna maldición divina, ni de ninguna predisposición innata a la violencia a pesar de la larga historia de guerras nacionales y regionales desde el primer grito de independencia del dominio español. El Estado nació con la atrofia de no incluir a millones de colombianos cuyo principal pecado fue asentarse en las zonas apartadas de la geografía nacional.
Las elites se apropiaron de la institucionalidad para favorecer sus intereses de acumulación de capital y poder político. El país que tenemos hoy es su resultado. Con muy poco de que sentirnos orgullosos. Nos avergüenza que en el ámbito mundial Colombia se destaque por la desigualad dada la concentración de la riqueza, los ingresos y las oportunidades; por la desprotección de la población traducida en unas tasas de victimizaciones por encima de los promedios universales; y por la “inefable” corrupción de la cual no se libra ninguno de los tres poderes públicos.
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Ese país vergonzoso quedó incólume después de una negociación de cuatro largos años con el principal opositor armado. Su desmovilización no implicó la dejación de ningún privilegio de quienes han gobernado y usufructuado a Colombia. Ni siquiera en el tema tierras que tanto importó durante las décadas del conflicto. Es más, Colombia retrocedió en ese tema. Cualquier asomo de recuperar el principio constitucional de la función social de la propiedad predicado desde el gobierno de Alfonso López Pumarejo, es inmediatamente cuestionado con la invocación del respeto a la propiedad privada, como un cristo en manos del exorcista.
Para las Farc fue una derrota la negociación porque después de 50 y pico de años de someterse a los bombardeos de muerte, persecución implacable de la fuerza pública, desarraigo de las familias y los territorios, y la bien ganada animadversión de la población mayoritaria, en los activos del proceso que consideraron revolucionario solo quedó la exigencia de darle cumplimiento a la constitución reformista del 91, y demás leyes, algunas de avanzada, pero relegadas por falta de voluntad desde la institucionalidad, la política y la economía.
A cambio de que la guerrilla no termine en la cárcel y pueda cambiar las armas por los votos, la dirigencia de este país, con pataleos o no, pudo conservar el statu quo sin entregar nada a cambio. ¿Quién ganó? Con el tiempo dará las gracias a Santos.