No tenían reparo en incitar a la violencia contra los réprobos suponiendo que anatematizar y condenar a ciertos prójimos desde el púlpito no era pecado sino virtud
En el deterioro evidente de la Iglesia en la llamada postguerra, o sea a partir de los años cincuenta del siglo pasado, jugó un papel importante Eugenio Pacelli, por su connivencia con el nazismo en Alemania (donde fungía como nuncio del Vaticano) y también por lo conservador y retrógrado que fue él, y su entorno. Recordemos que bajo su pontificado todavía no había sido derogado el “Index”, o lista negra de libros prohibidos por contaminantes y peligrosos, que casualmente siempre eran los mejores, más apetecidos y que mayor curiosidad despertaban en un lector ya iniciado y exigente. Florecieron asimismo por entonces personajes singulares como monseñor Builes en Colombia (reproducción, acaso sin percatarse él mismo, de Torquemada y Savonarola, sin la elocuencia que los adornó pero sí con lo peor de sus atributos) personajes como Builes, digo, que no tenían reparo en incitar a la violencia contra los réprobos suponiendo que anatematizar y condenar a ciertos prójimos desde el púlpito no era pecado sino virtud, según las leyes de Dios, que ellos interpretaban a su manera y según sus intereses terrenales. Pues tales leyes divinas prevalecían sobre las leyes civiles que nos rigen en la sociedad moderna, aplicadas por un Estado laico y no comprometido con ninguna confesión.
A la sazón, por si no bastara, todo se rodeaba de esa pompa irrespirable que hasta hace poco tornaba tan distante y lejano al Papado, como otrora a la corte de Luis Catorce y demás monarquías absolutas de la vieja Europa, de las cuales lo único que en este particular aspecto diferenciaba al Papado era el carácter no hereditario del autócrata del momento en Roma. Francisco ahora, su retadora prédica genuinamente cristiana, su vida austera, ajena al lujo y la ostentación, mucho deben incomodar a la élite inamovible del Vaticano, que al parecer sólo se renueva por el fallecimiento o la extrema ancianidad que alcanzan sus venerables dignatarios. Pero ese círculo cerrado y empotrado no tiene más alternativa, al menos por el momento, que aguantarse la incomodidad, pues no estamos en los tiempos obscuros de Alejandro, los Borgia, Médicis y otros, en que, según la leyenda, si las circunstancias o las urgencias políticas lo imponían, se optaba incluso por la solución final, la más piadosa para el caso: ayudar a bien morir a ciertos mitrados azas fisgones y estorbosos, seguramente agobiados por todo aquello que se movía o dejaba de moverse a su alrededor y que ellos no acababan de entender. Aquello dejó su impronta, pues siglos después, ya en nuestra época, llegó a hablarse de un Papa, Juan Pablo Primero (muy afín en todo al actual Francisco, anotémoslo de paso) quien, hacia 1980, tras haber destapado manejos turbios de larga data en el Banco Vaticano (¡la Iglesia también tiene banco propio, y de gran gama! ) falleció inesperada y prematuramente. Pero continuaremos, Dios mediante, con estas notas el próximo domingo.
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