Descubierto por los aztecas, el chocolate tuvo una historia no siempre feliz en la vieja europa, pero hoy es de los alimentos más queridos en el mundo, ligado al calor y al amor.
Late el chocolate como un corazón recién enamorado. Bebida de dioses aztecas, de conquistadores españoles, de reyes indígenas. De caciques de la Europa. Para conversar, para la celebración de la encendida palabra. Para un despertar feliz. Sí, ahí está el chocolate, transmisor de energías y emociones. Ligado a nuestra historia de viajes y tierras, de pianos sobre mulas, de mulas dirigidas por arrieros sin brújula pero con gran sentido de orientación.
Chocolate, palabra con encanto. Y con historia. Procedente del náhuatl, el xocolatl, bebida espumosa preparada a base de cacao, proporcionó fuerzas a los aztecas y mayas, los alistó para la guerra, para la paz, para el amor, que es otro modo del sacrificio. Dicen que su dios, Quetzalcóatl, antes de expulsar al hombre del paraíso le ofreció el árbol de cacao como una manera eficaz de la sobrevivencia. Así lo creían los aztecas, que mezclaban la bebida con condimento picante, achiote y vainilla. Y un poco de miel. Brebaje del furor, de la vida en ascenso.
El primer europeo que probó el chocolate fue Cristóbal Colón, en 1502, en su cuarto viaje, en la isla de Pinos, Honduras, en un agasajo, un gesto de nobleza y amistad, de tribus aztecas. “¡Albricias!, he conocido una bebida que puede cambiar la historia”, se cree que pensó el genovés, porque una muestra significativa les llevó a los Reyes Católicos. No les gustó. Para sus paladares mediterráneos resultaba amargo. Sin embargo, ya tenían inoculado el sabor exótico de un producto de tierras lejanas, que, más tarde, se extendería por Europa para ampliar la escala de sabores. Y de olores.
No fue fácil. Los rechazos de las papilas europeas fueron muchos. Según el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, “los labios quedaban como manchados de sangre tras beberlo”. Podía causar repulsión. El sabor amargoso y picante no los convencía del todo. Había reticencias. Girolamo Benzoni, autor de Historia del Mundo Nuevo, declaró que el chocolate “parecía más bien una bebida para cerdos que para ser consumido por el hombre”. Sin embargo, Hernán Cortés fue el emisario que, con su mercancía forastera, les domesticó el paladar.
El chocolate está hecho para los sentidos, para la delicadeza y el placer. Su palabra evoca un poco a la infancia, una aventura de cinematógrafo, un envío amoroso, un presente de amistad. Adquirió categoría de símbolo. Te doy un chocolate y es como decir “te quiero”. Me envías un bombón y es como si me mandaras besos y abrazos. Esas frases se las escuché hace tiempos a algunas muchachas. Un enamoramiento podía comenzar con compartir una chocolatina.
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Quién pudiera saber qué imaginó, por ejemplo, Hernán Cortés, que al probarlo en las tierras mexicanas, se enamoró de esa bebida pasional y la llevó a la corte de Carlos V. Lo que sí se sabe con certeza es lo que dijo el conquistador: “cuando uno lo bebe, puede viajar toda una jornada sin cansarse y sin tener necesidad de alimentarse”.
Y allá, en esa vasta España, en ese imperio en el que jamás se ocultaba el sol, el chocolate tomó otro estatus: alimento, pero, al mismo tiempo, juego para el gusto. Una revolución de los sabores. Con canela de la India, con azúcar de todas partes, era una fiesta excitante. Ya no era posible detenerlo en un solo lugar. Y se extendió con su capacidad asombrosa para que gustara en todas las latitudes. Bueno, aunque no en todas. Se cuenta que, en tiempos de la Colonia, un obispo de Chiapas, México, prohibió su uso en las iglesias.
Resulta que las acriolladas damas españolas, para hacer más aguantables los sermones y largas homilías, se hacían servir chocolate por sus criados y lo degustaban durante la ceremonia. El acontecimiento sacó de casillas al prelado que amenazó con excomunión a quienes siguieran tomando chocolate en la iglesia. Él, por supuesto, lo siguió bebiendo en su casa cural, ni más faltaba.
Chocolate, bebida de compañía, propiciadora de tertulias. De a poco su forma se modificó. Y se convirtió en bombones, chocolatinas, pasteles, helados y todo lo que la imaginación alcanza a crear con ese aporte ancestral de una cultura americana. Golosina para adornar comedores, para derretir paladares, para servir a manteles. El Rey Sol, en Francia, supo de sus favores.
Y así, de Viena a Londres, de Suiza a París, el chocolate, en sus presentaciones diversas, conquistó la sociedad, la envolvió en su poder renovador, en sus olores de exquisitez. ¡Quién puede resistirse! Y de allá, de las Europas, tornó a América, donde ya era parte de la cultura, de la dieta cotidiana.
Las mañanas de Antioquia, y tal vez de otras partes del país, todavía tienen esa música de olletas y molinillos, de espumosas tazas hirvientes, de mamás que llaman a la mesa, de familia que se mira a los ojos mientras las bebe en un bello ritual de la memoria.
Chocolate. Para que ella te ame más. Para que tú la quieras más. Por eso, hay en la imaginación tantos corazones de chocolate. Escucha sus latidos y sabrás más sobre los significados del amor. Y sobre su ausencia.