El meollo de todo esto es que el acuerdo con las Farc comprende tantas concesiones que es factible afirmar que el castrochavismo ya está operando en Colombia y que la transformación (destrucción) de nuestra arquitectura constitucional está en marcha
El desespero que debe sentir el mandatario Santos por su escaso 12% de aceptación (YanHaas) y la muy disminuida credibilidad de su única obra de gobierno, como es el claudicante proceso de paz con las Farc, tiene al presidente y su séquito dedicados a desvirtuar todas las críticas de la oposición, sobre todo las que advierten del grave peligro de la instauración del castrochavismo en Colombia, pues el miedo a caer en esas garras podría ser determinante en las elecciones del 2018 y dejar un claro mandato: hacer trizas el acuerdo.
Por eso, la revista Semana se vino con un análisis titulado ‘El fantasma del castrochavismo’ (ed. 1832), en el que tras un insípido análisis concluye que el riesgo es inexistente. La tesis de Semana se reduce a aseverar que el modelo chavista no puede implementarse en nuestro país porque aquí no contamos con fabulosas rentas como las del petróleo ni con alguien con la popularidad del finado Chávez, “que logró llegar al poder cabalgando sobre la crisis del sistema político y la corrupción”.
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Pero, los sofismas de ese diagnóstico son evidentes. Primero, porque equivale a decir que el modelo comunista —o como se quiera llamar— no se puede implantar en países pobres, a pesar de que son los más vulnerables. Por cierto, nosotros no carecemos del todo de rentas. Segundo, porque en Colombia también hay un gran desprestigio del sistema político y un profundo malestar por el tema de la corrupción, crisis sobre la que Chávez “cabalgó” en Venezuela. Tercero, porque Chávez no era nadie cuando salió de la cárcel en 1994. Su popularidad empezó a crecer por sus promesas populistas, por lo que alcanzó la presidencia (en diciembre de 1998) con un cómodo 56% de los votos frente al 40% del independiente Henrique Salas, en medio de una baja participación del 63%. Un escenario que es replicable aquí.
En realidad, la esencia de este asunto no es netamente electoral. De hecho, muchos afirman que las Farc no van a llegar al poder porque nadie votaría por su candidato, pero ese es un juicio muy ligero. Nótese que las Farc han venido mejorando su aceptación en las encuestas aún sin desarmarse, que todavía no necesitan votos porque los acuerdos de paz les aseguran 26 curules en el Congreso, por dos periodos, de manera automática, que tendrán 30 emisoras para hacer propaganda, que contarán con cuantiosos recursos de ley para la financiación de su partido y su centro de pensamiento, y que por ley no se les podrá volver a tildar de delincuentes de ninguna forma. Además, bien dice Barry McCaffrey que las Farc usarán el dinero de las drogas para comprar elecciones.
El meollo de todo esto es que el acuerdo con las Farc comprende tantas concesiones que es factible afirmar que el castrochavismo ya está operando en Colombia y que la transformación (destrucción) de nuestra arquitectura constitucional está en marcha. El senador Iván Duque contabiliza que “de 168 compromisos del acuerdo, sólo cinco son de responsabilidad exclusiva del grupo terrorista”. Como si fuera poco, ese esperpento tiene un carácter supraconstitucional, por lo que debe ser acatado por todas las autoridades aún en contravía de lo que diga la suplantada constitución de 1991. Y todo esto será inmodificable por tres periodos (12 años), tiempo más que suficiente para culminar la transición.
Como es lógico, la gente que no se leyó los acuerdos y quienes no tienen suficiente comprensión de estos temas, no perciben muy bien la gravedad de lo pactado, pero las cosas están dadas para que estos narcoterroristas se tomen el poder. ¿Acaso no nos damos cuenta de que a diario se toman decisiones a su favor, incluso violando la ley? La paz, mediante rendición y sometimiento, es la victoria, pero del enemigo. Somos víctimas de una conspiración.
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El castrochavismo no es un espantajo para asustar incautos sino, más bien, un zombi, un muerto viviente que camina por Colombia y al que hay que aniquilar y sepultar para que no se apodere del país. Un peligro real.