Más allá de los ejemplos, pero con ellos, el desnudo del poder realizado por Maquiavelo, afana el divorcio entre un buen político y un político bueno
“El Principe” de Maquiavelo describe amoralmente el ejercicio del poder y por eso es la primera piedra de la ciencia política moderna que pretende estudiar la política con objetividad, es decir, con independencia de prejuicios y valoraciones. Como allí también se hace explícita la superioridad de la “razón de estado” sobre cualquier otra legitimidad, es la primera gran racionalización del estado moderno y del estado laico. Pero estas dos versiones son poco reconocidas. En su lugar se impone la idea de que la obra es un manual para lograr el éxito en los tres grandes momentos del poder: la conquista, la consolidación y el sostenimiento; que el éxito se logra usando sin asco los medios mas eficaces; y que por ello no es solamente un manual amoral sino inmoral. Y es esta interpretación la que más ha calado y la que más molestias ha producido porque desnudar el poder es una grosería para el perfumado recato moralista que envuelve todo en finos paños y es poco dado a alumbrar las catacumbas; porque es mas grosero aún que se pueda usar la moral como instrumento de poder; y porque atreverse a “mostrar la bestia” sin recriminar su bestialidad sugiere simpatía por ambas. Y efectivamente, aunque en los anales de la historia de la ciencia se reconoce a Maquiavelo como gestor de un importante giro epistemológico, está sembrada en la cultura general la idea de un hombre que, aunque incapaz de dar malos ejemplos, terminó ofreciendo consejos para liberar toda la caterva de íncubos y súcubos.
Mas alla de la diátriba, lo cierto es que por causa de Maquiavelo ya no será posible evaluar el ejercicio del poder sin el referente maquiavélico y aunque la riposta moralista insulta por inmoral al maquiavelismo en su afan de recuperar el honor y la bondad para la política, la realidad es tozuda. Para ejemplos cito dos muy significativos. Solo tres años después de El príncipe apareció la obra Educación del príncipe cristiano en la que Erasmo de Rotterdam contrapone al laicismo de Maquiavelo el humanismo religioso con su catecismo para la formación del gobernante bueno, no maquiavélico; sin embargo, sus admoniciones son desmentidas en la práctica por conspicuos príncipes cristianos de la misma época como Francisco I de Francia, Felipe II de España, Enrique VIII de Inglaterra que terminaron siendo religiosamente maquiavélicos. Por su parte, dos siglos después, aparece el Anti-maquiavelo escrito por Federico II el Grande, rey de Prusia, a instancias e insistencias de Voltaire cuando el futuro rey aun jugueteaba con la filosofía y estaba sinceramente horrorizado por el deshonor poco aristócrata y por tanto inmoral del maquiavelismo; pero la letra y el espíritu de la obra fueron desmentidos en la práctica por el mismo autor durante su largo, cruel y maquiavélico despotismo ilustrado, para desilusión y amargura del propio Voltaire, su antiguo mentor.
Más allá de los ejemplos, pero con ellos, el desnudo del poder realizado por Maquiavelo, afana el divorcio entre un buen político y un político bueno. La moral y la política dejan de ser simbióticas y se convierten en dicotómicas, sobre todo porque, aun suponiendo que alguien adquiere, consolida y sostiene el poder para fines altruistas, requiere tanto del éxito en esa empresa como quien hace lo mismo con fines egoístas o perversos. Y también porque, sin valoración moral, el poder es un útil y su ejercicio una técnica de la cual se pide eficacia y protección con gafas oscuras. Lo bueno, entonces, se convierte en lo útil y eficaz. Como consecuencia un buen político es el que tiene éxito y no es necesariamente un político bueno (legal, justo, piadoso y solidario como mínima moralia), y viceversa.
Y ante la dificultad para disolver esta dicotomía, nos resignamos a alguna dosis de maquiavelismo y nos consuela el refrán “Para hacer tortillas hay que quebrar huevos”. Es posible que esta especie de indiferencia moral nos permita desayunar un poco más tranquilos. Pero queda el resto del día.
¿Será posible deshacer el divorcio entre la buena política y la política buena?
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