Si realmente se quiere blindar el Acuerdo de paz no debe pensarse únicamente en herramientas jurídicas, sino principalmente en instrumentos políticos.
Con la sentencia C-630/17 (cuyo texto definitivo aún no se conoce), la Corte Constitucional declaró ajustado a la Constitución el acto legislativo 02 de 2017, “por medio del cual se adiciona un artículo transitorio a la Constitución con el propósito de dar estabilidad y seguridad jurídica al acuerdo final [suscrito entre el Gobierno Nacional y las Farc] para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. Este fallo ha generado opiniones jurídicas diversas: mientras Francisco Barbosa destacó que la providencia “impide que pueda desarticularse el Acuerdo de Paz como venía siendo prometido por diversas fuerzas políticas” (“Blindaje del Acuerdo de Paz: una historia constitucionalizada”, Ámbito Jurídico), José Gregorio Hernández argumentó que “el propio Acto Legislativo 02 de 2017 puede ser derogado o modificado desde ya por el Congreso, por una asamblea constituyente o por el pueblo mediante referendo” (“El Acuerdo de paz debe cumplirse, pero no es intocable”, Razón Pública).
Estas consideraciones son fundamentales, pues el derecho es un instrumento clave para la construcción de una paz estable y duradera. Sin embargo, en los debates sobre la paz el componente jurídico no es lo único que importa y ni siquiera es lo más relevante, al menos en la actual coyuntura. Es necesario enfocarse en la dimensión política de la paz si queremos garantizar la prevalencia de la misma.
Tras el triunfo del No en el plebiscito del 2 de octubre, el Acuerdo de paz carga un lastre de ilegitimidad que no tiene sentido negar. Es cierto que el No ganó por un margen muy estrecho de diferencia, inferior al 1%; no obstante, ganó. También es cierto que el Gobierno y las Farc hicieron un esfuerzo tremendo por incorporar algunas de las demandas más importantes de los principales voceros del No en el Acuerdo del Teatro Colón y que tanto el Congreso como la Corte Constitucional le dieron su visto bueno al nuevo Acuerdo, en un proceso respetuoso de la institucionalidad democrática. Sin embargo, esto no es suficiente.
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El concepto de legitimidad puede ser bastante ambiguo, pero es posible recurrir a una definición exigente y simple del mismo: “la legitimidad hace referencia a la capacidad de un sistema legal y político de generar apoyo para la implementación de las leyes y las políticas públicas incluso entre quienes están en desacuerdo con las mismas” (Jeremy Waldron, Judicial Review and Political Legitimacy). Para que lo anterior ocurra, es necesario que exista un consenso social y político basado en la confianza en las instituciones públicas: si los ciudadanos confían en las instituciones, habrá una mayor probabilidad de que estén dispuestos a apoyar decisiones públicas de las que disientan.
Según el último estudio de opinión pública del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes, la confianza en las instituciones colombianas ha decrecido marcadamente en la última década. En 2008, el 70% de los colombianos confiaba en el Presidente, el 49% en el Congreso y el 42% en el sistema de justicia; en 2016, estos puntajes cayeron, respectivamente, a 28%, 25% y 24%. Es evidente que un régimen político que tiene niveles de confianza tan bajos no tiene la capacidad de lograr un apoyo generalizado para la toma e implementación de decisiones públicas.
Es por esto que en el contexto colombiano resulta ilusorio pensar que el déficit de legitimidad popular que arrastra el Acuerdo de paz puede ser compensado a través de medidas que presuponen la existencia de una fuerte legitimidad institucional, como la refrendación del Acuerdo por parte del Congreso y las declaratorias de exequibilidad por parte de la Corte Constitucional de los diferentes actos legislativos, leyes y decretos con fuerza de ley que tienen como fin poner en marcha la implementación de la paz.
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Si realmente se quiere blindar el Acuerdo de paz no debe pensarse únicamente en herramientas jurídicas, sino principalmente en instrumentos políticos. Me refiero, por supuesto, a las elecciones legislativas y presidenciales del próximo año. Solamente una victoria electoral arrolladora por parte de una coalición política favorable al Acuerdo de paz podrá darle a éste el verdadero blindaje que necesita: un blindaje político electoral. Las elecciones de 2018 serán las más importantes de la historia reciente de Colombia, de eso no queda duda.