EL MUNDO presenta el capítulo 7 de la obra Balada de un viejo adolescente que el escritor y periodista Reinaldo Spitaletta va a presentar el próximo jueves 7 de septiembre en la librería Gramatta. Una antesala memorable para la Fiesta del Libro y la Lectura.
La tarde se mete por la ventana y pienso en mis hermanos. Cómo la estarán pasando solos, es decir, sin mamá, sin mí, y claro, sin papá, que debe estar quién sabe dónde. Hasta ahora no conocemos de su paradero. Si yo aquí ya siento soledades, como si estuviera fuera de lugar, como un extraño, en un mundo que no es el mío, qué será de ellos, sobre todo por las noches, cuando de seguro les toca calentar las comidas, preparar su ropa para el día siguiente, sentarse cada uno a hacer tareas… Tal vez debe ser un aprendizaje forzoso, muy duro, sin remedio. De pronto, me acuerdo de las cajas del lituano, me pregunto otra vez qué habrá en ellas, y al imaginar al hombre lo veo con cara blanca y ojos claros, cabello canoso y estatura media, no sé a qué diablos se deba esta inquietud y esta suposición, pero creo que me están dando ganas de decirle a mamá que me deje buscarlas, esculcarlas. Es una intención momentánea, que desecho rápido porque lo que quiero es saber un poco de los muchachos, como les dice mamá, y su situación en casa. Salgo del cuarto y voy a buscarla.
Está clasificando medicamentos, organizándolos en una vitrina de varios compartimentos. La veo muy concentrada y espero. Voy a su cuarto. Miro por la vidriera y el paisaje de árboles de mango y naranja me lleva a otros días, cuando de El Congolo salíamos por la mañana de sábado hacia la vereda Potrerito, no solo con la intención de chapucear en los charcos de la quebrada El Hato, sino, sobre todo, de ir de aventura a algunas fincas para asaltar sus frutales. “¡Huy!, ya empiezo a tener recuerdos”, me digo, y llegan hasta la habitación las caras arrugadas y tristes de los habitantes del asilo, en una especie de invasión mental que me estremece. “¿Qué es la vejez?”, me pregunto y no encuentro respuesta inmediata. Alguien, hace un tiempo, tal vez dos o tres años, dijo en un bar de El Congolo, según escuché desde la acera, que la vejez es cuando a uno lo olvidan, y aunque me pareció un sinsentido, ahora creo entender que es posible que sea eso. Creo que a algunos viejos de aquí nadie los visita, aunque de un momento a otro podría aparecer un familiar, un amigo de hace tiempos… Bueno, pero por qué tengo que preguntarme por la vejez si no es mi problema, aunque yo viva aquí, y si vivo aquí no es porque sea un anciano, sino por una necesidad familiar, por el destino, porque sí, qué se yo. Pero no deja de ser un acontecimiento raro que yo viva en medio de viejos, a los cuales ya les estoy aprendiendo el olor, las mañas, la manera de ver la nada, porque eso es lo que me ha parecido: que dan la impresión de estar viendo hacia atrás, hacia lo que fue, a lo que ya no está y que el presente no les importa. Debe doler estar así. Es, digo, sin saber casi nada al respecto, que es una etapa sin remedio, definitiva, puro ocaso. No sé a quién le escuché un dicho, que ahora me parece vano: quien no recibe consejo, no llega a viejo. Lo mejor, creo, es no llegar a envejecer.
—Bueno, hijo, te noto preocupado. —La voz de mamá me sobresaltó. Los frutales se me convirtieron en figuras de ancianos de bocas sin dientes, que se burlaban de mí.
—No, estaba pensando en las tareas del colegio… y en mis hermanos.
—Esta tarde les llevaré comida. Ya hablé con Sergio para que a las cinco me espere en la autopista… También les entregaré algo de dinero.
—Deben sentirse muy solos, ¿verdad? —Mamá se quedó con sus ojos marrones fijos en mí. Sentí que su mirada iba hasta muy adentro, me revolvía las tripas. No sé por qué creí que tenía ojos de gato.
—Es posible que sí —dijo, buscando un punto de apoyo en las palabras—, pero hay que dominar la soledad. Yo he estado sola mucho tiempo y no me quejo.
—Mamá, ¿sabés algo sobre el hombre de las cajas?
—¿De cuál hombre me hablás, de cuáles cajas?
—Del lituano que vivió aquí…
—No sé nada, me mantengo muy ocupada para pensar en cajas viejas y en viejos que ya no están aquí.
La soledad de mamá puede ser porque papá la ha dejado mucho tiempo, en sus viajes de trabajo, tantos meses por fuera… No conozco mucho de cómo se conocieron, cuándo decidieron casarse, y nunca me ha interesado saberlo. No hay fotos del matrimonio. Las que existen, son de mamá muy joven, tal vez de quince años, con cara de luna, cabello más abajo de los hombros, sentada en un corredor en el que se aprecian materos colgantes; otras con pelo recogido, de semiperfil, muy linda la nariz, supe que a una nariz así le decían griega, no sé por qué; otra con un ramo de rosas artificiales en la mano, sonriente, la vida en plena juventud. De papá, hay una en la que están al fondo las murallas de Cartagena, otra con un bate de béisbol y una cachucha. El álbum, que no es abundante, está en casa, en el barrio de los eucaliptos, guardado en un escaparate.
—Me gustaría saber qué hay en las cajas.
Se quedó callada, la mirada buscando la ventana, en la que estaban de nuevo los árboles frutales.
—Bueno, tengo qué hacer. Sabés que tengo que salir esta tarde y me falta todavía mucho para organizar.
La tarde maduraba y yo tenía que hacer tareas, para lo cual no sentía ninguna gana. Entré al cuarto y repasé el libro de historia, revisé los cuadernos, todavía, claro, con muchas hojas limpias, y los imaginé a fin de año, sin espacio, plenos de notas y quizá con dibujos feos, porque es una carencia mía; mamá me los hacía en la escuela, pintaba soles, casas, caminos, mapas, y yo apenas la veía con admiración. Entre mis compañeros había entonces unos que eran avezados para el dibujo y creo que los envidiaba, aunque yo les ganaba en operaciones numéricas, en geografía y en lectura de cartillas. La maestra de primero siempre me sacaba al frente para que leyera en voz alta; después, la de segundo descubrió mi talento y también me exponía a los demás, y en tercero, ya no era esa una faena que el profesor impusiera. En cambio, sí sacaba a algunos al tablero para que dibujaran aspectos del barrio donde vivían, un callejón, una esquina.
Ahora escucho la voz de Fernando, mejor dicho, de Nando, así le dicen algunos, que repite su estribillo de “lucecita roja”; siento sus pasos por los corredores, y también los de Cristina, con su voz estridente, cantando “Cartagenera morena bañada con luz de luna”, y ya las ganas de estudiar se me quitaron. Salgo del cuarto y la vista de muchos viejos sentados en el corredor interior me sobrecoge. Están ahí, a la espera de no sé qué, o tal vez ya no esperan nada. La del caminador plateado avanza despacio hasta la zona del comedor. Me voy al frente del caserón y ahí también hay otros viejos, sentados, sin hablar, sin hablarse, idos. Subo el camino de rieles de cemento, llego al portón de rejas, que está cerrado con una cadena y un candado, y me quedo observando la carretera. Me devuelvo y, otra vez en el cuarto, me recuesto, y es cuando el arcángel salta del cuadro, espada en mano, y se me viene encima, como si yo fuera un demonio. La visión es instantánea y desaparece, creo sonreír, pero me doy cuenta de que mis manos tiemblan, como las de algunos viejos que he visto aquí.
Mamá ha salido y me ha pedido el favor de que conteste las llamadas. “Debes decir buenas tardes, asilo de ancianos la Divina Providencia, a la orden”, me dijo con encarecimiento. No me gusta atender al teléfono porque sé que ninguna de las llamadas será para mí, tampoco tengo quién me llame, así que es una tarea de rutina, pero me choca porque entonces debo estar pendiente, sin poder permanecer en mi pieza, que está al otro lado, a unos veinte metros de la sala donde un auricular gris, con cable de torniquete, en espiral, sobre una mesita de vidrio, probablemente timbrará. Me siento a esperar, y entonces aparece la señora de la cocina, mal encarada, con aire arrogante: “¿A qué horas vuelve doña Romelia?”. Hago como si no la hubiera escuchado y vuelve a preguntar: “¿A qué horas volverá su mamá?”. “No sé”, le digo, como sin interés. “Me permite llamar”, solicita, con un tono más amable. “Sí, señora, claro”.
No sé cuánto tiempo ha pasado, el teléfono no ha sonado, creo que nadie llamará, lo que sí sé es que a los viejos nadie les telefonea, están aquí para alejarse del mundo, para alejarlos, no hay interés en el afuera, y los que están al otro lado, poco o nada se interesan por ellos. Saben que ya no pueden contar con ellos, como para qué, si por el contrario, me digo, los tienen aquí para que los devore el olvido, para que no molesten, para que no estorben. Esos son los pensamientos que me asaltan mientras espero que suene el aparato, porque supongo que mamá podría hacerlo, para cerciorarse de que sí contesto, de que su muchacho es diligente… La vitrina con medicamentos está al frente del teléfono. Hay muchas cajitas de pastillas, goteros, jarabes, alcohol antiséptico. Me llaman la atención los nombres de Largactil y Sinogán, que mamá menciona con insistencia. “Son narcolépticos”, me dijo el otro día.
Mirándolos, se me viene un pensamiento más bien horrible: que uno viejo, bueno, no yo viejo, no, no, sino los otros, es una penuria, porque hay que estar tomando medicinas para mantenerse medio despierto, o medio dormido, o tal vez para olvidarse de lo que uno fue, mejor dicho, de lo que ya no tiene manera de enderezarse, tampoco de torcerse más, de lo hecho no hay desecho, también he escuchado decir. Qué edad la de los asilados, como si ya caminaran hacia la tierra, que no es la prometida, sino aquella donde se duerme para siempre y de la que no se vuelve...
La tarde se está muriendo. Nadie ha llamado. Pensé, de pronto, que el padre Bernal lo haría, y me preocupé, porque no sé si mamá pide permiso para salir a llevar comidas tan lejos. Y si lo hace, qué pretexto sacará. No sé. Debe estar que llega, no hay novedades en el frente, y ya tengo ganas de irme a recostar y a escuchar radio en la pieza. Tal vez más tarde vaya a visitar a las muchachas de La Azulita.