El escritor Reinaldo Spitaletta comparte una “crónica con viejos espacios en los que el campo se prolongaba en la ciudad.
Las casas con solar tenían la posibilidad, además del celebrado patio, de que el cielo bajara a establecer su reino entre higuerillas, eras de cebolla, gallineros y paredes con porterías de fútbol pintadas como si hubiera un estadio doméstico en ese espacio en el que había jardines y cantos de pájaros. Era, también, una suerte de transferencia de lo silvestre, con rememoraciones campesinas, hacia lo urbano. Una muestra mínima del campo en la ciudad.
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Había en algunos barrios casas en cuyo solar había una puerta que daba a una calle, como una manera de agilizar el ingreso de animales domésticos y de bultos de mercado. No eran muchas. Quizá la última en ese sentido que sobrevivió en la ciudad, era la de un caserón del barrio Buenos Aires, con entrada principal sobre la carrera Alemania con la 48. De afuera, se advertían por encima del muro, mangos, naranjos y plataneras.
El solar era una especie de oasis, con frutales y poceta para las trapeadoras. En un tiempo, sus muros se coronaban con puntas de vidrio, botellas quebradas que se instalaban como disuasión para los asaltantes, los llamados “roba gallinas” y los que querían “gatear” a las muchachas, muchas veces en prendas menores en aquella extensión de tierra, sembradíos y senderitos empedrados.
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Era otra manera de salir de casa, pero atado a ella por un invisible cordón umbilical. El solar ofrecía frescuras, momentos de conversación en torno a mesas y taburetes que se sacaban en tiempo seco y soleado para tener momentos de solaz, en medio de perfumes de plantas aromáticas y de piar de polluelos.
Un solar era la prolongación de lo campestre. Y, como agregado, un terreno para el ejercicio de juegos domésticos entre los hermanos, cuando por alguna razón no se quería salir a la calle, donde en otros días había una fiesta de correndillas y futbolerías con pelotazos contra puertas y ventanas. El solar era secadero de ropas y convocatoria de mirlas y canarios.
El solar doméstico, diferente a aquel que llamaban baldío, que en los barrios viejos se quedaban años a la espera de construcción, digo que el de la casa tenía sabor a familia, a conversación de atardecer e, incluso, las señoras se comunicaban a través de ellos, alzando la voz, y se pasaban panelas, arroces y otros bastimentos, como asunto de solidaridad y de certificación de vecindario. Los solares tenían palabras y canciones.
De los que recuerdo con menos claridad que nostalgia, estaba el de una casa situada en el denominado entonces sector de La Cachera, en Bello, muy cerca de la escuela Rosalía Suárez. Un veinticinco de diciembre cayó entre los brevos y naranjos y el gallinero, en el que mamá tenía unas cuantas aves a las que además nombraba (La Collareja, La Rinita, La Saraviada, La Generosa…), un globo negro, en forma de cojín. Era toda una novedad. Y también —que no podía faltar la superstición— una especie de presagio agorero. Mamá dijo que lo regaláramos de inmediato a los muchachos de la cuadra. Eso se hizo. Se les quemó en la elevación.
Con un mi hermano jugábamos a la pelota en aquel espacio en el que se combinaban alambres de ropa y flores de Cayena. La casa, alquilada, era de un tal don Manuel, tenía un antejardín con verja y un patio central. El solar era lo más atractivo de aquella construcción con piezas en galería y ladrillo a la vista. Otra, en El Carretero, en un caserón de tapias y techo de tres aguas, el solar estaba sembrado de plátanos y mafafas. Era un solar con altibajos, barrancudo, que no ofrecía ningún atractivo para la congregación familiar ni para un ejercicio de la imaginación. Una porquería.
En algunos solares había quioscos y fogones de leña, que en diciembre eran parte de los jolgorios familiares. Junto el solar estaba a veces el cuarto de los olvidos, en los que reposaban herramientas, máquinas dañadas, adornos navideños y un cúmulo de objetos inservibles. Un solar, en todo caso, era un encuentro con el aire libre y los cielos urbanos.
A diferencia del solar casero, existía la misma designación para referirse a los lotes o parcelas, con potencial capacidad para la construcción de casas y edificios. Esos solares, que a veces perduraban con malezas y un muro de poca altura para evitar su ocupación ilegal, se llenaban de basuras y en algunos crecían adormideras y matas espinosas. Hubo los que permanecieron, como tierra de engorde, sin que nadie supiera nunca quién era su dueño. En Bello, por ejemplo, había tantos, de apariencia desolada, sin que jamás alguien los comprara o interviniera, que unos dichos de entonces ganaron en popularidad: “Dura más que un solar en Bello”; “es más viejo que un solar en Bello”. Y así.
Uno de los solares más sonoros que conocí fue el de Lindbergh, un barbero del barrio Buenos Aires de Medellín. Sembrado de limoneros y naranjos, tenía un quiosco al que casi todas las noches de todos los años, llegaban músicos sinfónicos y populares. Tocaban y cantaban hasta el amanecer, cuando los reemplazaban nubes de pájaros coloridos. Ya desapareció para darle paso a una edificación a modo de ramada.
No sé cuántas casas de esta urbe, antigua Villa de la Candelaria, en la que cada vez más escasean los árboles y hay demoliciones de caserones para dar paso a esperpénticos edificios (bueno, de vez en cuando se descachan los constructores y erigen alguno con diseño de alta calidad y estética), quedan todavía solares. Deben de ser muy pocos. Son parte de un tiempo extinguido. A los demás, los mataron las nuevas rentabilidades y plusvalías del suelo. Y, claro, el cada vez menor espacio que ha quedado para habitar con dignidad.
Tal vez las nuevas generaciones ni sepan de qué se trata un solar. Su vida se reduce a las cuatro paredes de un apartamento sin horizontes, sin cielo, sin viento… El solar, ahora, es parte de una arqueología urbana; restos de una memoria en la que había reminiscencias campestres conviviendo con las nuevas maneras de ser de la ciudad. Que ya son viejas. Y, más que viejas, puros fósiles.
El solar era una rara combinatoria: aires hortelanos, domesticación de aves (con nidos incluidos), lluvia y sol y viento sobre una cara infantil que, de noche, con el magín enardecido, también podía salir a viajar por las estrellas.