Posar de emperador desconociendo las atribuciones que concede la Constitución invita al caos
Joe Arpaio es el tristemente célebre alguacil de Arizona conocido por sus reiterados abusos en contra de la población hispana indocumentada y los sitios de reclusión comparados con campos de concentración, que termina evadiendo la cárcel gracias al indulto otorgado por Trump. Este siniestro “representante de la ley” fue condenado por desacato, al desconocer una orden judicial que le ordenaba suspender las violaciones a los derechos constitucionales de los inmigrantes sin papeles. Durante años, sus subalternos emprendieron un acoso permanente a todos aquellos que tuvieran los rasgos físicos de un latino. Un caso evidente de perfil racial que se asocia al momento reciente en donde desde la Presidencia se tolera la supremacía blanca en los Estados Unidos.
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En la Ciudad Carpa como era conocido el lugar de retención de los “ilegales”, se vivía en condiciones deplorables por las temperaturas que llegaban a más de 40 grados, los presos obligados a utilizar vestimentas propias de criminales y humillados por su condición migratoria. Una copia de la estrategia nazi del siglo pasado al mejor estilo fascista impensable en la democracia por excelencia del mundo. No fueron suficientes los distintos fallos e instancias judiciales y hasta el Departamento de Justicia, para que Arpaio y su gente suspendieran esas horrendas prácticas discriminatorias e inhumanas.
Resulta muy fácil entender las razones para indultar al personaje. Por un lado, Arpaio y Trump tienen algo en común: sus inclinaciones autoritarias e imperiales. Compinches en la forma como se aproximan a gente vulnerable cuyos derechos son fácilmente desconocidos. Asimismo, con su decisión, el presidente crea un muy peligroso precedente pues tanto la ley como la costumbre señalan que el mecanismo para otorgar un indulto pasa por el arrepentimiento y que el condenado haya cumplido con parte de la pena. Ni lo uno ni lo otro, pues en la era trumpiana el ejecutivo hace lo que le venga en gana sin importar las consecuencias.
Los acontecimientos de las últimas semanas obligan a la clase política a preguntarse si la autoridad presidencial termina cuando se ignora la separación de poderes. Una y otra vez hay que recordar que si bien la base electoral mayoritaria que llevó a Trump a la Casa Blanca se caracteriza por individuos de bajo nivel escolar e intelectual, también que en el partido republicano existen variantes respetuosas de la ley y las costumbres que hacen posible restringir los abusos de poder.
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Es a través del congreso donde opera el sistema de pesos y contrapesos poniendo freno a los excesos del ejecutivo. El legislativo no es un estamento subordinado a las acciones de un presidente con una visión dictatorial. Posar de emperador desconociendo las atribuciones que concede la Constitución invita al caos. El legislativo tiene la potestad de iniciar la destitución (impeachment) de un presidente que desconoce y desafía el orden constitucional. ¿Quién se atreve?
Desde sus inicios como nación libre e independiente, los ciudadanos han sido respetuosos de las sentencias y fallos judiciales. No en vano la predica que reza “no hay nadie por encima de la ley”. Arpaio a luz de los acontecimientos es un delincuente. Sin embargo en la mente de Trump, aquél es solo un “buen tipo” que está tras los agresores de la ley migratoria, pero por encima de todo porque es un incondicional y servil como la mayoría de quienes lo siguen. Lamentable que solo unos pocos en su partido hayan condenado como debe ser este nuevo episodio de abuso presidencial.