El menor grado de corrupción se da donde los gobiernos son más abiertos, los medios más libres, los ciudadanos más independientes, y cuando el sistema judicial es imparcial y libre
El caballo de batalla de las próximas elecciones colombianas será el de la corrupción, porque nadie puede negar el avance de esa plaga bajo el gobierno de la mermelada, el contratismo y la propaganda, que caracterizan al actual mandatario.
Si bien es cierto que tirios y troyanos se acusarán mutuamente, lo más preocupante será el despliegue deliberado de la leyenda negra que sobre la corrupción viene tejiendo la izquierda colombiana, segura de sus dividendos electorales. No olvidemos que, desde Hitler, esa estrategia electoral ha dado muy buenos resultados tanto a la extrema derecha como a la extrema izquierda.
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Hugo Chávez logró su triunfo electoral prometiendo erradicar la corrupción que, según él, caracterizaba a los partidos tradicionales. Sobre el desprestigio de sus dirigentes montó una exitosa campaña. Sus electores no se preguntaban hasta dónde el gárrulo chafarote sería capaz de depurar el país. Simplemente le creyeron, sin imaginar que Venezuela fuera a pasar de ser un estado con apreciable corrupción a convertirse estructuralmente en uno putrefacto.
Es indiscutible que el menor grado de corrupción se da donde los gobiernos son más abiertos, los medios más libres, los ciudadanos más independientes, y cuando el sistema judicial es imparcial y libre, circunstancias que no se presentan en los regímenes de partido único, medios cautivos y judicatura politizada al servicio del gobierno. De allí se desprende que son los regímenes totalitarios el medio ideal para el florecimiento de la corrupción.
Ahora bien, hace carrera la superficial afirmación de que la derecha es sinónimo de corrupción, mientras la izquierda es impoluta. Uno de los personajes mediáticos más promovidos es el uruguayo Mujica, presentado como santo laico, filósofo social y paradigma democrático. Pues bien, este lobo caduco con piel de oveja, eterno corifeo de Fidel Castro y enardecido defensor de Maduro y de las Farc, dice y repite que no es posible ser izquierdista y corrupto… Y esa monserga ridícula se inocula en las universidades, se pregona en los medios y se convierte en eslogan político bien eficaz.
Así, en Colombia, un personaje equívoco y energúmeno se ha crecido en su vociferante campaña anticorrupción, hasta el extremo de que nadie se detiene a considerar la pesadilla que sería su acceso al poder.
Detrás de campañas políticas pasionales y oportunistas, con todo y caza de brujas, montadas sobre una mesiánica e improvisada capacidad de limpiar, moralizar y depurar, se puede precipitar el país en el caos castro-chavista. Todo programa político —de centro, de derecha, de izquierda— debe tener en cuenta el manejo escrupuloso de los fondos públicos, pero la histeria no debe prevalecer sobre la consideración racional del tema.
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Nunca ha sido más importante considerar el Índice de Percepción de la Corrupción que publica anualmente Transparencia Internacional. La primera columna establece el ranking, y la segunda, propiamente la percepción del fenómeno. En esta, 100 puntos indican ausencia de corrupción, y cero, corrupción total. Los mejores países son Dinamarca y Nueva Zelanda, con 90 puntos; los peores, Norcorea, con 12; Sudán, con 11 y Somalia, con 10. Venezuela, con 17, no puede estar peor. Los satélites de Cuba, Nicaragua y Ecuador (26); Bolivia (33); Salvador (36) no son envidiables, para no hablar del Brasil de Dilma o la Argentina de Cristina.
La solución para Colombia no es, entonces, deslizarse por la senda de la izquierda totalitaria y liberticida. Nuestro deber es robustecer las instituciones democráticas, gravemente debilitadas por la mermelada, los medios serviles y la justicia de militancia revolucionaria con los que nos están cabestreando. Con democracia hay posibilidad de disminuir la corrupción. La dictadura marxista-leninista, en cambio, se asienta sobre los dos pilares de la corrupción y la represión. Basta contemplar el más perfecto ejemplo de estado comunista, Corea del Norte, para comprender hasta dónde puede llegar el modelo que Cuba se apresta a terminar de establecer en Venezuela.