Parecemos empecinados en desbaratar lo que se tiene, con la promesa de edificar algo mejor. Pero de tanto intentarlo sin éxito, nos estamos volviendo expertos en fabricar ruinas.
Gobernar es tarea difícil, y mucho más cuando se trata de un país como el nuestro. En cambio, no dejar gobernar es muy fácil, sobre todo en medio de una coyuntura bien complicada. Es la traducción a la vida pública del viejo adagio según el cual destruir es más sencillo que construir. Y aquí parecemos empecinados en desbaratar lo que se tiene, con la promesa de edificar algo mejor. Pero de tanto intentarlo sin éxito, nos estamos volviendo expertos en fabricar ruinas.
Tardamos cien años en lograr consenso sobre una constitución que, gracias a que todos los sectores de opinión la acogieron y pulieron, se convirtió en patrimonio institucional de los colombianos. Pero la desechamos en vista de su buen funcionamiento. Pronto, la nueva quedó ahogada entre la avalancha de modificaciones, que nos la devolvió de La Habana magullada, llena de artículos contradictorios y lista para más innovaciones.
Ahora las concesiones a todo el que alza la voz se llaman reformas constitucionales estructurales, y se habla de una constituyente convocada para el cambio, aunque nadie sabe qué se va a cambiar y cómo será el reemplazo para que no resulte peor.
La bandera del cambio se agita como imán para los electores. Lástima que por no especificar en qué consiste y repetir cada vez más la palabra en vísperas electorales, terminó desvalorizándose.
La experiencia nos enseña que aquí todo cambia para que todo siga igual. O si no que nos expliquen la diferencia entre los auxilios parlamentarios de antes y los cupos indicativos recientes. Pronto los hábiles prestidigitadores políticos no hablarán de mermelada sino de compotas. Y todos felices…
Mientras tanto, las carreteras se verán repletas de un gentío que marcha hacia el norte, mientras otro emigra hacia el sur para llegar al norte. Grupos de jóvenes vuelven a manifestarse para defender una causa tan justa como el mejoramiento de la educación pública, y desfilan con tanta intensidad que obligan a cancelar el semestre académico, mientras los vándalos infiltrados tratan de quemar vivos en nombre del pueblo a unos policías que vienen de la auténtica entraña popular.
Los afanes de revolver el río, para que unos pescadores aprovechen los remolinos, se cruzan con las voces de los legisladores, que no se atreven a decirle un no rotundo a la propuesta de aumentarle el IVA a la canasta familiar, para tapar un hueco fiscal que tampoco nadie entiende por qué no se cubre con una severa austeridad en el gasto público, y una estricta vigilancia sobre los saqueadores especializados en embolsillarse los dineros públicos.
Y para ambientar la confusión, comienzan interminables discusiones sobre el alcance de unos convenios que se firmaron porque traerían la paz. Entramos a las interpretaciones de cada inciso de los acuerdos de La Habana, para saber el grado de impunidad que se pagará por el silencio de los fusiles de los perturbadores de esa paz.
Sí, en verdad, no es nada fácil gobernar en estos tiempos.