La retórica política ha acudido desde siempre a las falacias para convencer, y por si fuera poco, estas terminan siendo las bases sobre las que sustentamos nuestras opiniones.
Laura Gallego Cortés
A los hijos de la formación lingüística, filosófica y tal vez política, les puede sonar familiar el cuento de las falacias argumentativas. Frente a ellas acuerdan todos en el rechazo, pues se les asocia con la mentira y el desconocimiento de causas, lo cual, además de debilitar los argumentos, genera desconfianza. De otro lado, quienes no se dedican a su estudio, también viven e interactúan constantemente con ellas; pues bien, las falacias argumentativas hacen parte tanto del lenguaje escrito como del discurso cotidiano. El ejemplo más reciente y cercano de esta interacción son los debates celebrados entre los candidatos a la Presidencia, en el cual, ninguno de los participante se queda exento de acudir a las mencionadas herramientas de convencimiento. Sin embargo, no está de más detenernos a analizar las motivaciones, pero más las implicaciones del uso de las falacias argumentativas en el discurso político.
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Imaginemos, entonces, un discurso político que se aleje de cualquier tipo de falacia argumentativa, que no acuda, por ejemplo, al argumento ad hominem, y que las dudosas relaciones con personajes de mala reputación, las acusaciones levantadas en sus nombres y que las particularidades conocidas de sus trayectos en política, no sean mencionadas; imaginemos, por otro lado, que los candidatos en su presentación no se den a conocer como el compatriota salido de las entrañas del mismo pueblo que lleva años sufriendo y clamando por un cambio, suprimimos, entonces, el argumento ad lazarum. Finalicemos el ejercicio con el argumento ad populum, y durante todo el discurso no se escucha ninguna de las afirmaciones con las que nos identificamos como partidarios de uno o de otro candidato… ¿Lograremos finalmente empatizar con alguno de ellos? ¿Será posible que nos enseñen su carisma sin apelar a afirmaciones que despierten los sentimientos de los ciudadanos?
Desde este punto, parece imposible que un gobernante gane credibilidad omitiendo el uso de falacias, dicho de otro modo, sentencias sobre las que basamos nuestra opinión. Pues bien, inclusive acudiendo a los principios de cooperación propuestos por Herbert Paul Grice (cantidad, calidad, relación y manera), se eliminaría toda la información que no se corresponda directamente con el propósito del discurso, es decir, tendríamos que pedirles que se limiten a enunciar sus propuestas y las políticas por las que se llevarían a cabo ¿Tiene sentido un discurso así? Tal vez tenga sentido, pero ¿No sentimos que queda faltando algo? ¿Será que la esencia de los discursos políticos son las falacias argumentativas?
La triste conclusión es que la retórica política ha acudido desde siempre a las falacias para convencer, y por si fuera poco, estas terminan siendo las bases sobre las que sustentamos nuestras opiniones, las razones por las cuales le damos más credibilidad a un partido u otro, a una corriente u otra, a un candidato u otro. Indiscutiblemente la política pertenece a nuestra composición pasional, de ahí que nos identifiquemos con quienes reflejan nuestros intereses y avivan nuestro frenesí democrático. Finalmente, la pregunta que nos tenemos que hacer es por los efectos de nuestra credibilidad, es decir ¿seguiremos creyendo en mentiras y votando por quienes nos las venden?