No solamente será necesario implementar con rigurosidad y seriedad los acuerdos pactados, sino que será necesario desarmar los espíritus.
El pasado lunes 27 de junio, en Mesetas (Meta) las Farc entregaron la última de las armas en presencia del presidente Juan Manuel Santos y del máximo líder de esa agrupación, Rodrigo Londoño, Timochenco. Las armas, conforme lo convenido, le fueron entregadas a las Naciones Unidas. Oficialmente ese día las Farc dejaron de ser un grupo armado en proceso de reinsertarse a la vida civil y tramitar sus inconformidades mediante la actividad política, como lo hacen los pueblos civilizados. Igualmente, ese día por lo demás histórico, desaparece el grupo guerrillero más numeroso, por lo menos, en el mundo occidental. Eso de por sí es un acontecimiento para la posteridad y la noticia más esperada y buscada desde hace más de cincuenta años.
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Indudablemente que las Fuerzas Armadas Revolucionarias fueron una agrupación demasiado agresiva en sus procedimientos y vivieron épocas de demasiada crueldad y de poco tacto político en su accionar frente a la sociedad civil. Eso les granjeó una inmensa resistencia de parte mayoritaria de la sociedad, hacia ellos. También entendible que durante tantos años de guerra la propaganda y los medios afectos al aparato estatal hubieren creado en torno a las Farc un ambiente de rechazo y el consecuente odio hacia sus procedimientos. Nada de eso nos puede ser extraño en este momento.
A toda esa historia, de más de medio siglo, es necesario agregarle la feroz oposición de una inmensa mayoría de la opinión pública al Gobierno y por consiguiente a su obra central, el proceso de paz. A esta actividad, la oposición, propia de la democracia, también tendrá que acogerse las Farc en su nueva vida democrática.
Los anteriores planteamientos son la fotografía hoy de Colombia. A esa realidad nos tenemos que enfrentar también a partir de la fecha. No solamente será necesario implementar con rigurosidad y seriedad los acuerdos pactados, sino que será necesario desarmar los espíritus, atemperar los odios y aprestarnos todos a colaborar en el proceso de reinserción.
La paz es una realidad. La voluntad de paz de las Farc es innegable e incuestionable, la sociedad que tanto padeció con la guerra, tiene ahora la obligación de deponer los odios. Un vistazo a las redes sociales basta para comprender el grado de intolerancia existente en gran parte del pueblo colombiano. Muchas frases destempladas y virulentas, cargadas de implacable sed de venganza se leen con frecuencia.
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El odio envenena los espíritus, el odio perturba la mente, el odio nos vuelve huraños y resentidos, el odio crispa el ambiente y enrarece la vida en sociedad. El odio genera violencia, divide y excluye. El odio no crea ni consolida el tejido social. El odio nos hace ver como un pueblo amargado, hostil y violento.
Ya las Farc hicieron su tarea de entregar las armas y de aprestarse a reingresar a la vida democrática, ahora nos toca a nosotros hacer nuestra parte, permitir esa reintegración con respeto y mente abierta. ¿Será mucho pedir?