Los fieles tenemos la obligación de hacer este angustioso llamado a la cordura, para la supervivencia de la Iglesia y de la democracia en Colombia.
Lo encontré en la misma sala de espera. Con su negra sotana, no disimulaba su condición, cuando tantos de sus colegas prefieren posar de sociólogos, historiadores o recreacionistas. Contestó amablemente mi saludo, y cuando le pregunté por su parroquia, respondió que ya está jubilado, después de su regreso de Cuba donde trabajó ocho años.
Indagué sobre la situación de la Iglesia en la Isla. Confirmó lo que sabemos (y que esta columna ha recogido con frecuencia) y se extendió sobre el asunto. Hay poquísimos templos abiertos. Un puñado apenas de sacerdotes los atienden. A él le tocaba encargarse de tres parroquias, a las que acuden algunos pocos ancianos y muchas personas que llegan en busca de medicinas y otras ayudas que se reciben de Europa.
Ninguna opinión, manifestación, enseñanza o predicación pública se permite. Los pocos obispos, comprometidos con el régimen. La educación, materialista y atea. En dos palabras, la Iglesia del Silencio. Cuando le pregunté sobre nuestra Iglesia, si llega el gobierno de transición para el estricto cumplimiento de AF, apenas me respondió con una expresión angustiada, y cuando le solicité su opinión sobre la jerarquía, prudentemente me dijo: “Los obispos están embobados”.
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Desde luego, en una situación de normalidad democrática es conveniente la abstención de los sacerdotes en asuntos de política partidista, pero cuando se trata de defender los principios fundamentales de la Iglesia, esta no puede sustraerse a su defensa, porque se trata de la vida misma de la institución. El apoyo de buena parte de los obispos al proceso de La Habana y el silencio de los demás, son más que preocupantes, a menos que la Iglesia colombiana desee, en el futuro, irse a las catacumbas, como le ocurrió en la URSS y en Europa Oriental, y padece ahora en Cuba, China y Viet Nam.
Los regímenes comunistas no toleran jamás libertad de creencias y la eliminación de la religión es parte fundamental de su ideología totalitaria. Ahora bien, en los territorios dominados durante largos años por las Farc y el Eln, la Iglesia católica y las comunidades evangélicas han sufrido inclemente persecución. El asesinato de docenas de sacerdotes y pastores, documentado en dos recientes artículos de Eduardo Mackenzie —La ofensiva antirreligiosa de las Farc y La furia anticatólica en Colombia— deberían llamar la atención tanto de la jerarquía como del clero y la ciudadanía. No tranquiliza, bien al contrario, que ahora las Farc anuncien únicamente la futura eliminación de los cultos protestantes…
Por otra parte, la creciente presencia de sacerdotes de la “teología de la liberación” es alarmante, porque esos señores están al servicio de la subversión. Los esfuerzos de Juan Pablo II para depurar la Iglesia de esa peste fueron insuficientes. Después de estar agazapados, ahora son tolerados y hasta estimulados desde el Vaticano y operan a sus anchas, especialmente en lo poco que queda de la Compañía de Jesús.
Si la Iglesia colombiana sigue desatendiendo la obligación de orientar a sus fieles, tendrá más tarde que cargar con la responsabilidad de haber propiciado, por gravísima y culpable omisión, la caída del país en las garras del comunismo.
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Es muy poco probable que después del vergonzoso apoyo pontificio al Sí en el plebiscito, nuestra jerarquía corrija su rumbo catastrófico y cumpla con su ineludible deber, de conformidad con el magisterio tradicional y auténtico, en materia de política.
Al borde del abismo, cuando se acercan posiblemente las últimas elecciones libres, los fieles tenemos la obligación de hacer este angustioso llamado a la cordura, para la supervivencia de la Iglesia y de la democracia en Colombia.
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