Como mínimo, hay que pensar en un millón de personas, además de los jíbaros, que directamente viven de la coca
No toda reforma agraria tiene que considerar la totalidad del espectro. Es verdad que tendremos una “reforma agraria integral”, para repartir la tierra ajena y productiva entre los campesinos, antes de pasar a la segunda etapa, la colectivización y la esclavitud.
Hoy quiero comentar una reforma agraria parcial, expedita y productiva, que se viene consolidando sobre una porción del territorio, arrebatada en gran medida a las selvas y bosques.
Me refiero a los cultivos llamados “ilícitos”, que en los últimos siete años han avanzado desde 60.000 hasta cerca de 200.000 hectáreas, dando lugar a una agroindustria de especial productividad.
Según el gobierno, hay 115.000 familias cocaleras, que representan, como mínimo, unas 600.000 personas que viven directamente de esos cultivos. A estas hay que sumar las que viven del procesamiento, transporte y exportación, sin olvidar las fuerzas que las “protegen”, es decir, el aparato militar que aleja las Fuerzas Armadas legítimas. Como mínimo, hay que pensar en un millón de personas, además de los jíbaros, que directamente viven de la coca, sin que se haya cuantificado el número de quienes subsisten indirectamente de esos negocios. Muy difícil, además, calcular la incidencia de los narcodólares sobre la balanza de pagos, el nivel general de empleo y la actividad de la economía.
De acuerdo con la DEA, solo entre 2015 y 2016 el área sembrada ha pasado de 159.000 a 188.000 hectáreas, y, en ese mismo periodo, la producción ha subido de 250 a 710 toneladas. Lo que no se ha establecido es qué porcentaje de la producción corresponde a las grandes explotaciones que comparten esa agroindustria con los pequeños cultivadores. La misma DEA considera que los cultivos seguirán aumentando hasta 2018, a pesar de los anuncios del gobierno colombiano en sentido contrario.
Lea sobre el informe de la DEA
Estamos en presencia de una agroindustria de gigantesco poderío económico, representada gremialmente por varias “asociaciones” cercanas a las Farc, la Coordinadora de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam), la principal de ellas.
Ahora bien, suponiendo que las Farc hayan realmente renunciado al narcotráfico y que no exista dependencia del Secretariado de los distintos frentes disidentes, que ya contabilizan 1.400 individuos, es innegable que son los “acuerdos” de paz los que explican el impresionante incremento de los últimos siete años y las restricciones para la erradicación de los sembrados. Además de haberse prohibido la fumigación aérea, toda sustitución debe ser voluntariamente aceptada por las comunidades. Estamos, pues, ante una agroindustria “blindada”, para no decir prohijada, por el gobierno.
A medida que Colombia se convierte en un narcoestado que suministra el 92% de la cocaína al mercado mundial, es inevitable la reacción de los Estados Unidos, expresada en la amenaza de una posible descertificación. A continuación, Mr. Trump, quien exigió actuación eficaz, convocó a Santos para la correspondiente amonestación. A renglón seguido, nuestro gobierno habló de haber ordenado la erradicación de 50.000 hectáreas, nadie sabe dónde, cuándo ni cómo.
La realidad es que en unas veredas del Catatumbo la Policía arrancó unas cuantas maticas, acción que se repitió cerca de Tumaco. En ambos emporios cocaleros se produjeron enfrentamientos, protestas masivas, demostraciones públicas, y las Farc escribieron misivas, en las que acusaban a las autoridades por la muerte de los cosecheros.
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Ahora bien, el gobierno trata de demostrar su eficacia en la lucha contra el narcotráfico, exhibiendo una curiosa y brevísima carta de Mr. Trump a Santos, en la que el primero dice: “Estados Unidos está lista para apoyarlo en su esfuerzo antinarcóticos (…) Aplaudimos los esfuerzos que Ud. ha realizado para enfrentar el crimen transnacional (…) El apoyo y la cooperación del gobierno colombiano (…) es extraordinario”.
A primera vista, la carta de Mr. Trump es simplemente irónica, porque no felicita a Santos por sus evidentes esfuerzos en favor del narcotráfico, del crimen transnacional y por su permanente apoyo a las Farc. En realidad, esa nota es un understatement, es decir, “una exposición incompleta e insuficiente” (Collins Dictionary), “one expression in greatly or unduly restrained terms” (Oxford Reference Dictionary), para indicar en frases sibilinas la preocupación por la acción perversa de Santos.
Es verdad que existe un pomposo “Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS)”, que ofrece algo así como $37 millones a quienes voluntariamente se acojan, pero en el mercado local ya se pagan más de $70 millones por la producción de una hectárea, antes de la multiplicación, por cerca de 1000, del precio del polvillo, entre Tumaco y New York.
En esas condiciones, nadie cree que haya cultivadores, pequeños o grandes, dispuestos a cambiar la hoja de coca, con tres proficuas cosechas al año, por frutales o maderables, que demandan cinco o más años de crecimiento, o por tomates o lechugas, a centenares de kilómetros de los centros de consumo. Los enfrentamientos serán cada vez más terribles, antes de que el gobierno vuelva a la indolente aceptación de lo que pactaron Timo y Santos, convertir a Colombia en un narcoestado donde las drogas sustituyen las divisas del petróleo y donde no hay alternativas productivas para varios millones de personas que ya dependen de esas exportaciones y del microtráfico doméstico. ¡No es posible concebir más semillas de guerra y caos que la herencia que nos dejan esos dos copríncipes de la paz!
Desmontar esa agroindustria, blindada por el “acuerdo final”, es ya tarea prácticamente imposible. Y como si fuera poco, no se consiguen recolectores para el café. El grano lo están recogiendo los hermanos venezolanos.
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