¿Que sucedió con la cerámica artística en Medellín?

Autor: Félix Ángel
26 enero de 2017 - 12:00 AM

Cuando en el mundo la práctica artística se pregunta por la cerámica y otras técnicas tradicionales, la capital de Antioquia parece haber olvidado una de sus más bellas tradiciones ancestrales. 

Medellín

Hace un par de semanas visité en Washington la exposición Visions and Revisions, en la Renwick Gallery, museo de la capital norteamericana que se especializa en diseño, artes aplicadas, y arte con materiales no convencionales. La muestra presentó (hasta el 16 de Enero) cuatro artistas americanos jóvenes, invitados especialmente por su imaginación, habilidad técnica e innovación. Dos de ellos, Kristen Morgin y Steven Young Lee trabajan la arcilla con resultados radicalmente diferentes.


El contraste me hizo caer en cuenta de cuán tímida ha sido (en general) la imaginación del colombiano y en particular el paisa, cuán limitada su capacidad de trabajo en los menesteres artísticos, y constreñidos sus recursos para transformar --y de paso enriquecer-- creativamente la vida. La curiosidad no es exactamente una de nuestras cualidades, o tomar riesgos una peculiaridad de nuestro carácter. 


La timidez y la limitación se reflejan físicamente en la ciudad, el caos urbano y la destrucción de nuestro patrimonio. En el caso de la cerámica artística la dejamos morir, como dejamos morir tantas cosas, después de veinte años en los que disfrutó de un relativo apogeo sobreviviendo en la destreza silenciosa y la perseverancia confinada de algunos individuos.


Por incidentes fortuitos y causales accidentales, en los últimos quince años la cerámica ha sacudido su letargo y parece destinada a recobrar cierto protagonismo en el repertorio de las artes de Antioquia. Mucha parte del saber acumulado entre 1955 (cuando tuvo lugar la Primera Muestra de Cerámica Artística, en el Centro Colombo Americano, en Medellín), y 1975, sin embargo, parece perdido para siempre.


En 1986 el historiador  German Rubiano Caballero afirmó en el catálogo de la exposición antológica de lo que fue, y en ese momento era el estado de la cerámica en Colombia, presentada en Bogotá, que “la historia [moderna] de esta manifestación creativa en el país es realmente breve y, sobre todo, de una enorme inconsistencia.”  En la introducción del catálogo de dicha muestra, se anticipa que la cerámica “parece estar olvidada e ignorada en nuestro medio”.


Desde finales del siglo diecinueve la cerámica artesanal de municipios como el Carmen de Viboral (Antioquia) y Ráquira (Boyacá) gozaron (y todavía gozan) de estima nacional. En los últimos años han recuperado impulso gracias a inversiones y recursos técnicos inyectados con la intención de convertirlas en negocios económicamente rentables. La cerámica artística, sin embargo, no ha tenido la misma suerte.


La ceramista e investigadora Gloria Robledo Arango colaboró con Rubiano en la muestra de 1986 (que viajo a Medellín), advirtiendo en ese momento: “La crisis de la cual somos conscientes se tendrá que afrontar, después de una reflexión libre, seria, personal, profunda y constructiva, con un trabajo arduo, continuo, sin miedo a los fracasos, es decir, manejando cierta dosis de incertidumbre, como una garantía para avanzar en el dominio de esta maravillosa y riquísima expresión creativa.” Como casi siempre sucede en Medellín cuando alguien levanta con alarma la bandera roja, sus palabras fueron recibidas con indignación en lugar de la reflexión a la que invitaban.


Trabajar el barro requiere de una infraestructura compleja que incluye hornos, electricidad, óxidos, materiales de diversa índole y una gran dedicación a la investigación, más allá de la habilidad puramente manual para manejar el torno, el rollo o la placa, decorar y especular sobre la forma y los contenidos de la obra. Como otros emprendimientos, artísticos, intelectuales, y científicos, es imposible prosperar si no hay una respuesta económica y de aceptación en el público, para nivelar la inversión, el estudio, el trabajo físico que demanda, y el intercambio de conocimientos.  La pobreza mental y educativa conlleva a la económica, ¿o viceversa? El círculo es el mismo.


En los años 1950s-70s, la cerámica artística ocupó en Colombia un lugar destacado dentro el ambiente cultural. La de Antioquia se consideraba la mejor del país, y tenía preponderancia similar  –me atrevería a afirmar, al grabado y el dibujo, dos artes que en Antioquia han resistido una indiferencia similar, y a la larga sobrevivido aunque con dificultad.  
El artista Armando Londoño recuerda que, durante los años 60s hubo en la ciudad dos grupos de ceramistas artistas activos que eventualmente confluyeron en uno solo. Un grupo joven: Juan Camilo Uribe, Santiago Echavarría, Cristian Restrepo, Reina Sánchez, entre otros, que seguían el derrotero trazado por otro grupo que le antecedió, parcialmente bohemio y en cierta forma socialmente marginal, que complementaba su actividad con la docencia (Argemiro Gómez, Rodrigo Callejas, Blanca Restrepo, Antonio Osorio, Anita Rivas, Roxana Mejía, Isabel del Castillo), y otras figuras independientes como los peruanos Alicia Tafur y Armando Villegas, y la chilena Silvia Ferrer. Recuerdo en 1972, estando aún muy joven, haber conocido a la lituana Nijol? Šivickas de Mockus en el taller de Armando, en Medellín, con motivo de un viaje exploratorio que hizo a Medellín contemplando la posibilidad de exponer en el Museo de Zea.


El entrenamiento de la mayoría de los ceramistas antioqueños fue diverso. Algunos estudiaron en el exterior, otros localmente con instructores privados, o en academias y escuelas locales sin mayor acreditación, como el Instituto de Bellas Artes de la Sociedad de Mejoras Publicas (IBA), y el Instituto de Artes Plásticas (IAP) de la UdeA, convergiendo con sus desniveles e inconsistencias, pero con entusiasmo y eventuales logros en los festivales de arte de Cali de los años 60s (donde Rodrigo Callejas, Carlos Martínez, Blanca Restrepo y Juan Camilo Uribe recibieron premios y menciones), el Salón Anual de Ceramistas Antioquenos, y los Salones de Arte Joven (70s). Roxana Mejía Vallejo obtuvo premio en el salón nacional de 1966.


Londoño agrega: “En esos años –antes de marcharme a Paris en 1973, había una fuerte actividad en la ciudad con la cerámica artística. Quienes la practicábamos conformábamos un gremio –invertebrado generacionalmente  y socialmente diverso, con fisuras y divergencias pero un gremio-- consciente de los diversos campos en que la cerámica incursionaba: arqueológico, artesanal, artístico, e industrial; comenzaba a plantearse una discusión seria sobre el futuro de la cerámica escultórica. Cristian Restrepo Calle, por ejemplo, publicó dos libros sobre la técnica. Vendíamos el trabajo y el público lo reconocía como parte del repertorio expresivo. A nivel pedagógico era posible observar una secuencia. Yo fui alumno de Anita Rivas en el IBA, y la reemplacé como profesor a su retiro. Cuando me fui a la isla de San Andrés, Cristian ocupó mi posición. A mi modo de ver, la conversión de esos centros educativos en facultades de arte impactó negativamente el aprecio por la cerámica artística debido a que, en sus programas no la incluyeron, o la relegaron como actividad secundaria o artesanal”.


El escritor y crítico Darío Ruiz Gómez considera que, a pesar de la intensa actividad desarrollada durante esos años por los ceramistas existía una falla en la base por la inexistencia de una plataforma programática que sirviera de anclaje a los interesados en explorar las posibilidades de la arcilla, y de asidero al público para entenderlas.
“En nuestro medio” –dice Ruiz Gómez, “no hubo critica de lo manual-limitado Vs. producción mecánica en cantidad, como sucedió, por ejemplo, en Inglaterra con el movimiento Arts and Crafts de William Morris; carecimos de procesos formativos que explicaran la interacción entre lo manual y lo tecnológico como en la Bauhaus, de Alemania; o entre artesanía y arquitectura como en España, donde grandes escultores y arquitectos catalanes estaban entrenados y familiarizados con la forja y el horno. Tal es el caso de Antoni Cumella i Serret, Antoni Gaudí, y Josep Llorens i Artigas quien colaboró con Joan Miró. Lo grave es que, en lo artístico, tampoco hubo nadie que se atreviera a teorizar y sacar partido de nuestra rica tradición pre-Colombina. Dicha tradición producía en ciertos círculos sociales complejo de inferioridad.”


Las facultades dedicadas a la enseñanza del arte no fueron ni son las únicas culpables de la depreciación de la cerámica como expresión artística. Una agresiva y demagógica política oficial de “certificación” promovió el trabajo en barro como solución económica para muchos individuos sin suficiente o mediocre educación, convirtiéndolos en artesanos, independientemente de si poseían talento y creatividad. 


A ello hay que sumar la tradicional pasividad de nuestros museos que en lugar de responder a la misión de “conservar, diseminar y educar” renunciaron tácitamente a estimular el interés por la cerámica, y aparte de presentaciones esporádicas, que cumplían con la cuota, la confinaron al ámbito de la antropología. Traer a la ciudad una exposición de cerámica artística contemporánea, fuese de Japón, Italia, Escandinavia o Estados Unidos para ayudar a establecer referencias era prácticamente imposible con la excusa del costo. 
Robledo señala que Leonel Estrada, Director de la Bienal de Arte patrocinada por Coltejer (1968-72), siendo asimismo aficionado al trabajo en barro, desestimó la inclusión de dicha técnica en el prontuario del evento. Y Cristian Restrepo rehusó aceptar que la cerámica se encontraba en crisis y de paso, no obstante haber sido su alumna, la excluyó en su segundo libro.


La ausencia de una o varias figuras emblemáticas (creativas y criticas) capaces de agrupar los diferentes intereses alrededor de la técnica (la excepción fue quizá Luis Mejía García); la falta de un medio de difusión impreso especializado que facilitara la actualización de la información y promoviera el debate;  y la indiferencia de los arquitectos (al contario, por ejemplo, de lo que ocurrió en Brasil, con Cándido Portinari y Oscar Niemeyer, en Pampulha, Minas Gerais) para sacar partido a la utilización del barro cocido en realizaciones urbanas impactaron negativamente la opinión del público que, paulatinamente, “relacionó el trabajo en arcilla como manualidad para entretenerse, pasar el tiempo, y aplacar disturbios psicológicos.” (Artista Humberto Echavarría).


Como resultado, notables artistas de la cerámica como Argemiro Gómez se marcharon del país en busca de mejores oportunidades. Los que se quedaron, se dedicaron a la producción de objetos decorativos y domésticos como Carlos Martínez. Jorge Cárdenas menciona en su libro Historia de la pintura y la escultura en Antioquia, que Rafael Sáenz aconsejó a Martínez no desperdiciar su talento en la cerámica. Hay una anécdota verificable en la que un profesor de la Escuela de Artes Plásticas de la UdeA recomendó a sus alumnos abstenerse de practicar la cerámica porque era “una actividad para homosexuales.”


Alguien podrá argüir que los artistas debieron ser más proactivos. Recordemos, sin embargo, que aparte de las dificultades ya enumeradas, en ese momento no existían los recursos tecnológico-sociales con que se cuenta hoy día. Los artistas comprometidos con el barro de alguna manera sobrevivían compitiendo con los cacharreros diplomados en los programas oficiales, la apatía mediática, la indiferencia institucional y académica, la indolencia intelectual, la reticencia de los vendedores de arte para promoverla entre sus clientes, y la frivolidad e inconsistencia del público. 


En opinión de Humberto Echavarría quien compartió en Chicago por doce años un estudio con Argemiro Gómez (ciudad donde también estudió Rodrigo Callejas), “Argemiro cometió un error marchándose a los Estados Unidos. Su ida a Nueva York (a mediados de los 60s) coincide con el mejor momento de la cerámica en Colombia, y en Antioquia. Argemiro era apreciado en el medio como docente, como artista y como persona, no solo por el bagaje artístico adquirido en Medellín bajo la tutela del arquitecto Raúl Álvarez y el escultor Jorge Marín Vieco, y luego en Florencia con Gambone, el taller de cerámica de mayor nombre en esos momentos en Italia y fuera de ella.” 


Argemiro pensó que su trabajo sería unánimemente reconocido en los Estados Unidos. Nunca espero encontrar la furiosa competencia que hacia parte de la vida en Nueva York, para entonces epicentro del arte internacional.  Esa realidad se convirtió en un revés. Cuando llegó a Chicago sufría de insatisfacción crónica. Nada le gustaba. Se volvió perezoso. Todo le parecía hecho ya por otros.


“En Chicago”  -continua diciendo Echavarría-  “fui testigo de cómo destruía sus obras. Las piezas, sin embargo, eran extraordinarias. Yo mismo ayudé a vender varias de ellas en galerías de la ciudad, un logro nada menor cuando se tiene en cuenta que la Escuela de Arte del Instituto de Artes de Chicago producía cada año cientos de ceramistas, y los japoneses tenían inundado el mercado con cerámicas de forma y acabados exquisitos a precios irrisorios, otra de las razones por las cuales se desanimó y eventualmente abandonó la búsqueda en arcilla.”


Con la llegada del arte conceptual a mediados de los 70s, la manualidad perdió aún más terreno en detrimento del objeto, dado que la idea se impuso como lo importante en el arte. Los artistas no consideraban necesario desarrollar habilidad de ningún tipo para materializarlo. La propuesta podía articularse con objetos ya existentes, apropiándose de ellos a la manera de Marcel Duchamp (ready made), o mandarlos a hacer sin ensuciarse las manos. En consecuencia la cerámica descendió aún más en el escalafón de la estima (según Gloria Robledo, Cristian Restrepo se negaba a aceptar la situación como algo inexorable). Artistas como Juan Camilo Uribe la abandonaron del todo para dedicarse a la composición de imágenes bidimensionales impresas, armadas con otras disponibles en el inventario  popular.


Otros artistas no lo ven así. Atribuyen la crisis, en parte, a los museos que nunca se preocuparon por darle a la cerámica la importancia que realmente merece, absteniéndose de cualquier labor didáctica. La primera víctima de este desacato fue la cerámica pre-Colombina. El público no sabe distinguir qué piezas son verdaderamente artísticas, y cuáles del montón. La industria –según esos mismos artistas, tampoco ha contribuido a clarificar el panorama, protegiendo sus propios intereses. Y en lo que respecta a la transformación en Carmen de Viboral consideran que nadie se preocupó de preservar la memoria artesanal. Los equipos de madera han sido reemplazados con nueva maquinaria y sistemas de producción sin que la parte artística haya progresado, eternizando la confusión del público entre el objeto cerámico fabricado industrialmente en grandes cantidades, y el manual, único, producido en el taller de un artista.


Una taza para tomar café producida industrialmente es mucho más barata, y el precio de la artística compite en desventaja con ella. Una pieza industrial se rompe y se reemplaza fácilmente; si es de marca (europea u oriental), el uso contribuye al estatus social del propietario. Una cerámica artística hecha por un artista de Medellín se rompe y llegó hasta ahí. Nadie quiere correr ese riesgo, sobre todo después de pagar una suma de dinero que deviene del hecho que es un objeto único, o casi único. A los ceramistas casi nadie los conoce. La Vajilla Corona de 102 piezas con decoración de Alejandro Obregón podría considerarse algo cercano a un intento de comercializar la cerámica utilitaria con la ayuda de artistas reconocidos. Sin embargo, fue una edición limitada de 999 juegos para celebrar el centenario de la empresa.


Sobre la reciente transformación y auge de la producción de cerámica en Carmen de Viboral, Gilberto Arango considera que “hubo dos factores. Uno es la presencia y activa labor de José Ignacio Vélez Puerta, quien no solo instaló allí su propio taller a su regreso de Italia y España (ahora lo trasladó a Guatapé), sino que facilitó, por ejemplo, la venta por parte de Locería Corona de insumos al menudeo técnicamente mejorados para que el pequeño artesano no incurra en costos excesivos en la producción de sus productos. Vélez Puerta asimismo lideró el proyecto de intervención urbana “La calle de la cerámica”, que a la fecha incluye treinta fachadas tratadas y fue reconocido por el Convenio Andrés Bello como uno de los más significativos en esa área en los últimos treinta años.”


 “El otro factor fue la llegada del italiano Romano Rampini en 2010. Su interés en utilizar los recursos -naturales y humanos del Carmen-- en la producción de objetos similares a los que fabrica en su locería en Italia (con mano de obra más barata), para exportar y vender nacionalmente era estrictamente comercial, pero en ese proceso Vélez Puerta fue instrumental en capacitar las artesanas en la técnica de la mayólica.  Hoy día constituye un negocio paralelo fuente de ingreso económico al municipio, y demuestra la necesidad de compartir el conocimiento y la innovación.” 


Otra consecuencia del trabajo personal y la actividad docente de Vélez Puerta fue la motivación con que otros individuos establecieron talleres independientes donde se trabaja con arcilla, ejemplo, Taller Bestial, Campo de Gutiérrez, Taller Girona, y Taller Cantal, del que Arango hace parte. Sus miembros exponen cada año en la sala de arte de la Biblioteca Pública Piloto bajo el nombre de “Medio Cerámico”, que se explica por sí mismo.


En 2013 se creó por iniciativa de Vélez y otros cinco ceramistas la fundación «La tierra como camino»  que además de continuar el proyecto de «La calle de la cerámica»  en otras dos calles del pueblo, intervino el parque, el mobiliario urbano, y la Torre Bicentenaria con la cerámica como protagonista para conmemorar los 200 años del municipio.


Una diferencia de los integrantes de estos talleres cuando se comparan con aquellos que trabajaron la cerámica en los años 60s y 70s, es que muchos son arquitectos, diseñadores industriales y gráficos, ingenieros, titulados de artes plásticas, “y hasta genios” dice con humor Vélez Puerta. Y enseguida agrega: “La falta de comunicación entre los artistas que investigaron la cerámica durante esos años, aunada al egoísmo para compartir conocimiento e información fue la razón que más influyó en el ocaso de la cerámica en Antioquia como medio artístico hasta el final del siglo veinte.  Ello puede explicarse por la estrechez del medio, por la poca difusión que tenía la cerámica como expresión seria, por el aislamiento en que los ceramistas trabajan lo cual incita a no compartir con otros sus propios logros técnicos. Quienes enseñaban no tenían ninguna interés en que sus alumnos avanzaran rápidamente, más bien preferían retenerlos por años, asegurando la garantía económica que representaban. Pero no eran estos síndromes exclusivos de los artistas, sino también de los artesanos del Carmen de Viboral, y por la misma razón hubo un momento en que el pueblo y su industria decayeron. Ello creó entre mucha gente la errónea impresión de que la cerámica era incapaz de dialogar con el arte contemporáneo.”


El panorama reciente es alentador aunque falta mucho por recuperar, y hacer. En adición al creciente número de artistas interesados en la cerámica como medio alternativo; los nuevos talleres;  la apertura hacia afuera de la cual es buen ejemplo el Encuentro de Cerámica Artística Colombia (ECAC) que ha realizado dos ediciones en Bogotá y al cual Vélez Puerta fue invitado, la Facultad de Diseño de la UPB y la de Artes de la Universidad Nacional, en Medellín han restituido en sus programas el estudio de la cerámica. Algo que reviste gran significación es la sala dedicada a la cerámica en el Museo de Antioquia, abierta en 2013. Parecería que la arcilla está en camino de recuperar el lugar que en algún otro mejor momento mereció tener, y se ha reintegrado al repertorio de las artes en Antioquia, reformulando innumerables posibilidades expresivas que le son inherentes. Ojalá. 

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