El coreano se hizo interlocutor de la comunidad internacional, que lo había cercado como tirano. El estadounidense confirmó a los electores estadounidense que es atrevido negociador
Las sesiones de fotografía de Donald Trump y Kim Jong-un, los dos sonrientes frente a banderas nacionales de iguales colores y muy distintos proyectos de sociedad, registraron el orgullo de los líderes que movieron el tablero global buscando hacer, y ser, historia. Ellas satisficieron las expectativas de la prensa congregada para testimoniar un encuentro que cambia el mundo, así hoy no sea claro en qué sentido y cómo lo hace.
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La reunión de los dos jefes de Estado, que estuvo precedida por hábiles jugadas para mantener la atención, le ha dado al presidente norcoreano una inesperada victoria. Con ella ha sido oxigenado frente a quienes, corriendo grandes riesgos de ser asesinados o ejecutados, se atrevían a disentir. También ha sido reivindicado con sus aliados, Rusia y China, a los que con sus juegos nucleares había puesto en dificultades. Además, ha adquirido personería como interlocutor legítimo de la comunidad de naciones que hasta ahora lo reconocía como peligrosa cabeza del “Eje del mal”, como llamara George W. Bush a la tríada Irán-Norcorea-Siria.
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La reunión también es gananciosa para Donald Trump, sobre todo en el importante campo de la política interna estadounidense, que ha demostrado tener como gran prioridad. Al exhibir su amistoso encuentro histórico con el gobernante que había osado amenazar caros intereses estadounidenses, ofrece al electorado nacionalista razones para apoyar a su partido, el Republicano, en las elecciones legislativas del próximo 6 de noviembre, que renovarán el 33% del Senado y la totalidad de la Cámara de Representantes; en ellas, Trump espera renovar y consolidar su mayoría; complementario con este interés inmediato está el de su reelección, que se juega en las elecciones de noviembre de 2020, en las cuales el gobernante espera mantener la tradición de ser presidente por dos períodos de gobierno.
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En el encuentro en Singapur han perdido los medios de comunicación, que enfocaron su cubrimiento en los aspectos frívolos de los gestos de los mandatarios, las características de la isla de Sentosa, o las intimidades de los viajeros. La cháchara de las transmisiones y la dispersión de imágenes ocultó los elementos, mínimos, de contexto sobre la confrontación de Occidente y Corea del Norte, la carrera armamentista de la dinastía Kim, y el entramado tras la reunión.
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La primera conversación directa de un presidente de Estados Unidos y la tiranía comunista de Corea del Norte dejó un comunicado conjunto declarativo sobre el interés de ganar respeto diplomático y paz en las relaciones de dos países que se enfrentaron en la península coreana en los años 50 y acerca de los pasos a dar para “desnuclearizar” la península coreana, expresión que se interpreta con distintos significados para las partes.
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Las generalidades de lo escrito y la falta de precisión en compromisos, cronogramas y mecanismos de vigilancia ponen a la diplomacia estadounidense a tejer las relaciones esperadas y los acuerdos posibles, tratando de superar las aristas de las personalidades megalómanas y temperamentales de Trump y Kim Jong-un; reconociendo que a pesar de este paso, Estados Unidos no puede abandonar ni poner en riesgo a sus protegidos en Asia-Pacífico, Japón y Corea del Sur, y aceptando que con Corea del Norte se sientan en la mesa, así se encuentren tras bambalinas, China y Rusia; dos poderosos aliados que adquieren fuerza ahora que Estados Unidos ha salido del G7 dando un inesperado portazo en el rostro de sus aliados históricos, y más fieles.