Creo que nunca un final de año estuvo marcado y de manera tan indecente por la brutalidad del terrorismo.
Creo que nunca un final de año estuvo marcado y de manera tan indecente por la brutalidad del terrorismo. En la década del 60 se habló del “hombre gris” en referencia a gobernantes anodinos como Nixon o Brezhnev y la vigencia de un rasero de vida donde el llamado ejecutivo, un ser sin imaginación alguna, atento solo al fetiche del dinero, de la empresa; formal en todos los actos de su vida, al asado del fin de semana, impuso su grisura mental. Y el triunfo de la mediocridad supuso la caída de la política en lo convencional, en un patrioterismo de nuevas clases medias ocultando la hipocresía donde disfrazaban sus ambiciones, su mezquindad. Lo que Simone de Beauvoir denominó “el hombre del techo” se encarnó en una clase ejecutiva, en una burocracia, en una clase política para las cuales pensar constituye un peligro que puede desquiciar la normalidad de sus vidas planas, se creen inocentes por su lenguaje instrumentalizado, porque cumplen un horario, por su autodisciplina, porque asisten dominicalmente a la iglesia pero lo que suceda más allá de los linderos de su casa carece de interés alguno para su egoísmo. En algún momento de su vida cuando el gusanillo de la duda les ha quitado el sueño rápidamente han apagado esta desazón regresando a la verdad establecida ya sea por el gobernante de turno, ya, por el gerente o administrador de turno o por la fashion política. La Beauvoir los denomina “el hombre del techo” porque en el momento en que se sienten sacudidos por la duda, rápidamente la desechan amparándose en el techo de lo que ya está establecido como lo correcto por las organizaciones, por el Partido. Por eso también los calificaron como las mujeres y los hombres del establishmment que son aquellos que ya no deciden por sí mismos sino que tácitamente aceptan que el establecimiento, la organización política, lo haga por ellos. Y esta condición de abyectos no sólo cubre a la estructura capitalista sino que precisamente fue la base del éxito del establecimiento comunista soviético para encubrir sus grandes crímenes, o, chino para legitimar la aberrante “revolución cultural”
La vida que es contradicción, perplejidad, riesgo se hace plana y bajo las economías del consumismo llevan la monotonía absoluta por ausencia de nuevos horizontes vitales. La indiferencia moral ante la suerte de los otros termina por convertirse en la complicidad con la nueva maquinaria criminal y en aceptar sumisamente que los políticos piensen por nosotros. El conformismo intelectual se pone de manifiesto en la pataleta infantiloide que se quiere hacer pasar como rebeldía cuando no es más que la aceptación de lo establecido, fruslerías que divierten el cotarro y muestran el avance de la corrupción del lenguaje. Las imágenes trilladas y la falta de precisión, regresemos a Orwell, “las metáforas rancias y raídas, la negligencia al escribir que son manifestaciones del deterioro de la lengua, que propician el embotamiento del espíritu y la aceptación pasiva de ideas…”. Lo sagrado pasa de soslayo por este reino de los clichés políticos y culturales gracias a los cuales esta mediocridad se imagina ser una élite pensante, una progresía revolucionaria y termina por caer en la pijería y la farándula: ¿Qué paz en los pueblos del mundo puede brotar de esta atonía, de esta postración? ¿Qué solidaridad puede nacer de los indiferentes ante la tragedia de Alepo si callaron ante los degollamientos por Isis de más de cinco mil cristianos,
solidaridad que es un indicativo moral para poder enfrentar nuestra propia situación de dolor y ofensa a lo humano?
Tras la estrella de Belén, rescatando la tradición del pesebre