Hay que ponerle freno a este tan dañino maniqueísmo de los buenos somos más
“Los buenos somos más” es el eslogan que han utilizado el expresidente Álvaro Uribe y el Centro Democrático. En las campañas presidenciales de Uribe, especialmente en la de reelección, la frase fue “caballito de batalla”. En los últimos tiempos y cuando se ha descubierto una gran corrupción en funcionarios vinculados a su gobierno, uno de los últimos, Gabriel García, exviceministro de Transporte ahora encarcelado y acusado de recibir 6,5 millones de dólares de Odebrecht, ni el ex presidente y ni sus correligionarios han vuelto a usar la expresión. Ahora Uribe se limita a decir que en esos y otros casos ha sido traicionado, engañado y hasta auto engañado, pero siempre evitando presentar excusas o pedir perdón por estas equivocaciones y graves faltas que nos terminan afectando directamente a todos los ciudadanos.
“Los buenos somos más” es un dicho excluyente, discriminatorio, que busca establecer un muro entre ese nosotros y los otros que pueden ser los desconocidos, extranjeros, inmigrantes, de otra religión, partido o ideología, que serían “los malos” a combatir. Filósofos e intelectuales han planteado la inconveniencia de esa tajante separación entre ángeles y demonios que tanto mal ha hecho a la humanidad.
“Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que consideran que los otros, porque no se parecen a ellos, pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio o condescendencia”. Esto decía Tzvetan Todorov, filosofo, lingüista, historiador, fallecido el pasado 7 de febrero, y quien ha hecho lúcidas elaboraciones sobre este tema de nosotros y los otros, los buenos y los malos que vale la pena retomar.
Ser civilizado no significa haberse graduado en universidades de renombre o poseer gran sabiduría, sabemos que individuos de esas características fueron capaces de actos de perfecta barbarie, decía Todorov. Algo que recuerda muy bien a Adolf Eichman y el análisis que de él hizo Hannah Arendt, enmarcándolo en la “banalidad del mal”. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y poder mirarnos y analizarnos nosotros mismos como desde fuera.
Desde el 11 de septiembre de 2001 se ha multiplicado en el mundo occidental una obsesión del peligro, sobre todo del supuesto riesgo que representa el otro, el diferente, el de otra cultura. Un miedo constante al peligro acaba produciendo mayores destrozos que los que se pretende evitar, dice Todorov, pues el miedo a los bárbaros nos puede convertir en los peores bárbaros. Releyendo esto uno ve claramente a Donald Trump y su paranoide política contra los inmigrantes y aún a quienes aquí se rasgan las vestiduras con el Acuerdo de Paz con las Farc y su reinserción a la vida civil.
En la historia la búsqueda del bien frecuentemente se emprendió a partir del convencimiento de que los otros precisan de ayuda y “salvación”, razón por la cual me transformo en la encarnación de la misión de construir la redención universal. Este mesianismo que se expresó en las guerras revolucionarias, coloniales y dictaduras, en el presente se reviste de los valores democráticos, cuando son simplemente deseos de poder y riqueza travestidos de humanismo. Retrato fiel de nuestros líderes políticos del pretendido bien.
Concluye tajantemente Todorov: no sólo se trata de conocer por la empatía el trasfondo de criminales, sino de advertir nuestra impureza, el mal que anida en nosotros siendo conscientes de que “la diferencia entre verdugos y víctimas no reside en la naturaleza biológica de los individuos, no existe ningún ADN específico de los asesinos; proviene –el bien o el mal- de las circunstancias en las que se desarrolla el destino de unos y de otros”. Hay que ponerle freno a este tan dañino maniqueísmo de los buenos somos más