A propósito de la conmemoración de los 200 años del nacimiento de Henry David Thoreau, el escritor antioqueño Darío Ruiz Gómez comparte este artículo sobre su obra, que sirve de guía para estudiar al autor estadounidense.
Estos textos sobre la tarea de escribir y sobre el oficio del escritor entresacados de sus Diarios vienen a señalar la manera en que Thoureau entendió que la escritura que se ha fijado como propósito fundamental, fundar una realidad para legitimarla históricamente, exige de salida la consciente inmersión en esta, para, de este modo, ir develando el ritmo interior de lo que constituyen sus coordenadas espirituales y abrirse al palimpsesto que ha permanecido en él, disimulado bajo las exterioridades de una realidad que ha sido avasallada por la lengua del invasor, es decir, por taxonomías y gramáticas ajenas; por lo tanto incapaces de nombrar y reconocer la compleja multiplicidad del crisol de experiencias propios de una nueva sociedad que, frente a unas formas culturales impuestas a través de un lenguaje colonizador, reacciona, indagándose sobre lo que implica el alcance de este avasallamiento, llegándose a reconocer, gracias a las nuevas experiencias de vida, en las taxonomías y gramáticas, disimuladas en el habla común, y vigentes, como metáforas, en las texturas de los robles, en las distancias sin mensura posible de los ignotos parajes, en el país de la niebla, en la desconocida gama de colores de una innombrada geografía, en una cotidianidad construida bajo el imperativo de las nuevas costumbres y usos sociales nacidos desde esta gestación de una sociedad a partir de sus innumerables diferencias de razas, de lenguas.
La conmovedora y respetuosa visión que hace de esta realidad virgen, Alexis de Tocqueville, en su relato Quince días en el desierto americano, es un ejemplo de comprensión y acercamiento hacia el otro, de capacidad de abrirse despojándose previamente de categorías mediatizadoras, a los significados vivenciales que plantean estos bosques y parajes, estas cabañas solitarias, estos pobladores taciturnos, desde los cuales empieza a escribir Thoureau.
Escribir bajo estas circunstancias es estarse escribiendo a sí mismo, al mismo tiempo, en cuanto la escritura que se busca debe ser auroral ya que aspira a convertirse en el hábitat ético para el ciudadano a quien refrendará la nueva democracia. Concebida ésta, no como una simple teoría política acerca del papel del Estado y del papel de los ciudadanos, sino, fundamentalmente, tal como lo atestigua Emerson, como una tarea espiritual definida a partir de un proceso de reconocer y conceder un nombre a lo que carece de nombre, o, a lo que ha sido bautizado inapropiadamente.
El bosque, el paisaje, no constituye en su caso el símil de un concepto estético de naturaleza – tal como lo es en Edmund Burke - sino la vida misma como errancia personal y en relación permanente con las voces, con los murmullos de estos rudos horizontes, de estos bosques, torrentes y lagos sin dueños: no la abstracta historia hegeliana, no la botánica de Linneo, sino este fluir del ser auroral, del existir desde los elementos primeros de todo significado. Tarea del escritor definiéndose frente al lenguaje impuesto, tratando de legitimar un nuevo orden de sentimientos, un comienzo de la memoria a partir de los propios muertos y no de la Historia.
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Lo salvaje se define de este modo como un estado de permanente y febril virginidad, de transformar, estoicamente, lo que supone el azar de sobrevivir bajo estas inclemencias geográficas, en una ardua indagación sobre el significado de las nuevas etimologías, sin dejar de hincarse, reverentemente, para desvelar este horizonte de preguntas que deben ser respondidas, sobre la tierra que fue propiedad del crudo invierno y vuelve, milagrosamente, a permitir el brote de las hojas, el aparecer clamoroso de las palabras renovadas: “El poeta debe pisar de vez en cuando la pista del leñador y el sendero del indio para beber y fortalecerse en una nueva fuente de las Musas, lejos en el último recoveco de las tierras salvajes”.
Aquello que no ha sido pronunciado se constituye, entonces, en el territorio de la escritura, en la geografía del verbo. ¿Descubrir las imágenes, las metáforas en sus lugares de origen?, ¿no fue acaso la tarea que hizo posible la revolución de la lírica inglesa de Woodswoort, de Dryden, de Pope, de Burns? La gramática impuesta por el colonizador desconoce el poderoso legado de los antiguos habitantes, desconoce esa serie de leyes y normas que fundaron una sólida tradición de experiencias, esas otras poéticas en las cuales reposa la sabiduría inmemorial de los diferentes pueblos indígenas, un nomos de la tierra abonada con los huesos de los aborígenes.
Caricaturizado por desolados hippies, Thoreau replantea la escritura de quien ha incorporado la tradición occidental como una opción necesaria pero no hegemónica, ante la presencia y, sobre todo, la experiencia que supone este borbollón de vida, ese pasado que habla desde el silencio y que no deja de brotar ante sus ojos, ahora ya como una premisa ineludible. Por eso, estas consideraciones sobre la escritura son profundamente rigurosas en la medida en que fijan una metodología de conocimiento no con el entusiasmo vacío del patriota que configuró Herder con su teoría de “el alma de los pueblos”, sino, con la propiedad y la robusta erudición de quien conoce tanto a Voltaire, como el estoicismo de los “pielesrojas”.
El acto de reflexionar
Es claro, entonces, que para Thoreau el acto de reflexionar se debe dar mucho antes que el narrar, porque el lenguaje que fragua para transformarlo en escritura, necesita reconocerse primero bajo el tamiz brindado por la experiencia de la nuevas formas de vida, lo que en este caso, supone nada menos, que aceptar que se reflexiona no desde la cultura establecida sino desde una realidad fluctuante que carece de gramática, ya que es una realidad a-histórica, o sea, una realidad sin escritura. El concepto de frontera acuñado para describir el proceso de la cultura norteamericana se hace cierto pues Thoreau sabe que debe de salida hacerse a una tradición, creándola, tal como Emerson la crea.
Antes de morir pronunció las palabras “pielroja” y “alce” corroborando la conciencia de estar habitando bajo tradiciones ancestrales recuperadas, de morir dentro de una nueva escritura.
Conceptos como naturaleza, botánica, definidas, repitámoslo, en el cuadro del conocimiento de la cultura europea, tal como las describe Foucault en “Las palabras y las cosas”, se hacen relativas e insuficientes en el caso de la naturaleza que Thoreau debe describir y por eso nos recuerda que, frente a este obstáculo epistemológico, su escritura necesita de “volver a nombrar la flor olvidándose de la botánica”.
Nombrar para Thoreau consiste en poderse reconocer en la presencia del añoso roble del cual brotan ininterrumpidamente asociaciones de imágenes que vienen a ejemplificar la vigencia de un pensamiento no escindido entre la vida como premisa y la cultura, de ahí que nombre no para clasificar bajo un imperativo taxonómico, sino para salvaguardar la inocencia auroral del bosque que lo rodea y salvaguardar la sabiduría de los derrotados. El film de Terence Malick, Un mundo nuevo, plantea lúcidamente lo que supone este choque entre las dos miradas, la del indígena como el nativo y la del invasor como el extraño, pues de este modo alcanzamos a comprender el alcance de aquello que viola el colonizador al no reconocer en el aborigen lo que Todorov llama con justicia el problema del no reconocimiento de la identidad del otro.
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La tentación de caer en denominadores gratuitos como panteísmo obedecería a una detestable manía clasificatoria donde quedaría por fuera lo importante para Thoreau: confundirse con aquello que lo rodea, no en el gesto vacío, sordo, de la renuncia a sí mismo, sino, en el augusto silencio de los bosques huéspedes primeros de la tierra. En el orden del conocimiento, dice, “todos somos hijos de la neblina”. Para el sujeto burgués occidental el extrañamiento de si mismo comienza por la evidencia traumática desde el punto de vista religioso de haber sido expulsado, para siempre del paraíso. La larga elipse que deben dar Jacob Bhöeme y Angelus Silesius para tratar de recuperar la unidad de la vida y del mundo y encontrar de nuevo la imagen de Dios en la planta más humilde es un camino tortuoso que, naturalmente, Thoreau desconoce.”La explicación más poética de los objetos es, por lo general, la de quienes los observan por primera vez, o la de sus descubridores…”.
Alberti en el comienzo del Renacimiento lloraba mirando los dulces y evocativos crepúsculos ya que estaba descubriendo el nacimiento de su yo a través de algo desconocido o por lo menos no aceptado aun como una vía legítima de conocimiento: el sentimiento personal. Porque cuando una razón instrumentalizada, seca la emoción, rechaza el júbilo, el derecho de la estética a las lágrimas, para colocar en su lugar una inteligencia neutra; lo que llamamos poesía, se aleja de inmediato del hábitat primigenio de las palabras, de ese horizonte por nombrar, y busca la estética de una nueva razón que recupere, como señala Adorno, la fuerza sublime de la emoción que sacude nuestro ánimo al invitarnos, tal como lo hace Thoreau a estar en este mundo y ser solidarios con él.
Sobre la mirada
La mirada – la llamada tiranía del ojo - desde el Renacimiento se erigió tiránicamente en la única vía legítima de conocimiento, de ahí el distanciamiento moral del creador artístico respecto al mundo, respecto al orden mudo de las cosas. Pensar en una nueva unidad del alma y el mundo consistiría entonces en la recuperación de los cinco sentidos. Es la importancia decisiva que Thoreau concede al olfato en la escritura. Así como saber leer una huella en el bosque es fundamental para no perecer, de este modo hay una guía de olores a través de los cuales se logra distinguir el cambio repentino de los vientos, el cambio de las estaciones, la proximidad del oso hambriento. El escritor como olfateador de caminos confiables, como descubridor de caminos ocultos a los ojos del profano.
O sea que Thoureau es muy explícito en el momento de aclarar lo que entiende por salvaje en lo que a la literatura se refiere: “Mediocridad no es más que otro nombre para la docilidad. Lo libre e incivilizado, el pensamiento salvaje de “Hamlet” y “La Ilíada…” (pp.99) con lo cual trata de dejar atrás aquello que la opacidad de la Historia y las desgastadas taxonomías culturales europeas imponen: la palabra en carne viva, el sentimiento trágico pero bajo estas circunstancias a-históricas, las invisibles aporías que corren por la sangre de cada ser sin distinción alguna y lo conducen a buscar una salida propia en medio de un escenario sin nombre. Proceso del abandono conciente de una codificación jurídica, de una identidad con nombre y apellido, para, asumirse como salvaje tal como lo ilustra el Jeremias Johnson de Sydney Pollack o El hombre salvaje de Richard Sarafian.
Asumirse bajo esta condición hace posible que la condición existencial de lo salvaje, el campo no roturado, el barbecho, el risco soberano, la maleza –recordemos el texto de Heidegger al respecto- se conviertan en puntos de partida de un nuevo lenguaje, en inéditas propuestas de escritura, para acceder a lo que es aún lo indecible, lo que espera tener el nombre exacto, lo que constituye la vasta geografía de lo innombrado, resquicio de la palabra para recuperar no el sentido sino las propiedades existenciales del silencio que crece impávido sobre los esteros anochecidos, arropando así las errantes luces de los muertos.
Corman Mc Carthy se asoma a este ser bajo las premisas que impone como tiempo y espacio esta innúmera naturaleza, enmarcando el relato en la sin-razón de la violencia, mostrando el contraste entre la fragilidad y lo cruel de lo humano frente el orden mineral y vegetal, orden que exige otra mirada para entender sus normas y leyes propias a través de los cuales se rige. Orden frente al cual brota nuestra nostalgia de lo sagrado, nuestra dolorosa constatación de permanecer aún a las puertas del paraíso. La naturaleza como abismo tal como la percibieron los románticos o esta innombrada naturaleza como el encuentro con lo primordial, con el único significado redentor.
“Acaricio también formas vagas y misteriosas, más vagas cuando la nube que contemplo se disipa y no se ven sino las profundidades del cielo” (pp.39).
Siempre, Thoureau está insinuando la necesidad del mito, por lo tanto acude prontamente a aclarar el alcance del mito griego en la medida en que entiende que, más allá de lo que mira hay presencias intangibles que se hace necesario tener en cuenta en la escritura, algo irracional que escapa a la bondad del puritano que busca un consenso con la naturaleza como necesaria armonía y no como la desgarradura que identifica al sentimiento trágico occidental como escisión fatal del yo y el mundo.
Escribe algo al respecto asombrosamente premonitorio: “el poeta escribe la historia de su cuerpo”. Esta bondad de habitante admitido por los bosques lo llevará a impugnar las leyes impuestas por un Estado abstracto, intolerante, buscando equilibrar el orden de las cosas en la práctica cotidiana con el hálito conmovedor de los argumentos de la naturaleza: “Como todas las cosas son significativas, todas las palabras han de ser significativas”.
Vemos aquí que su actitud es inversamente opuesta a la de un Artaud, a la de un Sartre ya que su proceso creativo y existencial no conduce hacia un non-sense sino a buscar y encontrar un sentido de la escritura que sólo puede encontrarse en un vocabulario virgen y esta tarea se cumple no cayendo en la paranoia sino gozando de una excelente salud mental, la salud de un trampero, el estoicismo de un indio, de un gambusino. Con la intuición y la clarividencia del poeta instalado en la aurora nos ha dicho: “Parece como si las cosas se dijeran rara vez y por azar. En la medida en que veamos, diremos. Cuando los hechos se ven superficialmente se ven en relación con el azar de cierta institución”. Inmediatamente se refiere a la necesidad de expresar este enunciado desde una mayor profundidad, “de manera que el oyente o el lector no los reconocieran ni captaran su significado desde la plataforma de la vida corriente, sino que tengan necesariamente que ser traducidos, o transportados, para poder entenderlos”.
Aclara igualmente el poder de los hechos de los humanos y los bosques como marco de sus imágenes, como “material de la mitología que escribo”.
Mitologías que son “hechos perceptibles, pensamientos que el cuerpo ha pensado”. A ratos tiene uno la impresión de que Thoureau da vueltas alrededor de una idea fija de la cual no logra desprenderse, tratando de entregarse a otro lugar del paisaje, a las incitaciones de otros horizontes, pero el vigor intuitivo de su estoicismo –genuina disciplina del alma- parecen retenerlo en un espacio casi más puritano que ascético, que, peligrosamente, lo conducen a asumir el impostado tono de un predicador.
Pero, finalmente, la obsesión en la tarea de construir mentalmente una nueva escritura le permite escapar de estas tentaciones y regresar, tal como le reclama su vitalidad, a la condición del verdadero poeta, en los vientos que se transforman en huracanes, en la garza que levanta el vuelo cerrando el crepúsculo, en los trazos que sobre el cielo dibuja, lentamente, el halcón. Leer “Pensamientos del paseante solitario” de Rousseau es situarse en una visión prácticamente antagónica a la de Thoureau, ya que el concepto de naturaleza supone en Rousseau el intento de recuperar un espacio auroral, dejando a un lado la Razón occidental y regresando a la mirada de la perplejidad, de la emoción, actitudes propias de un propuesta de conocimiento que quiere regresar a la edad de la inocencia, que quiere escapar de la cárcel de la historia. Rousseau sin embargo, no ve el aura de la planta, la clasifica y la inscribe en una taxonomía científica.
A partir del Renacimiento, tal como se ha señalado, el ojo domina y excluye categóricamente a los demás sentidos lo que conduce a una mirada que racionaliza la realidad oponiéndose al sentimiento, sobre todo al poder cognitivo del instinto. En Thoureau los que actúan a la vez son los cinco sentidos que todavía actúan en el salvaje: “Un hombre no ha visto una cosa si no la ha sentido”.
Revisar la mitología en su caso no significa caer en ninguno de esos enfoques de tipo antropológico al cual continúan aferrados tantos escritores latinoamericanos que siguen hablando de la identidad “nacional” y del realismo “magico”; en Thoureau la tarea es clara: volver a nombrar la flor olvidándose de la botánica. ¿A partir de qué momento podemos hablar entonces de ficción en el proceso de la escritura de Thoureau?
Precisamente porque no cae en la trampa de los llamados géneros literarios es que la escritura de Thoureau lleva en su tempo interior el vaho del gélido misterio que rodea los parajes de quien ha elegido no la soledad sino la compañía de la naturaleza, la conmovida transparencia de la niebla que conoce a los muertos que vagan por los bosques, por los litorales y los desfiladeros en un infinito diálogo. “La realidad es apenas parte de lo que veo”, enunciaba Paul Klee. Thoureau no parte entonces de las tradiciones de la literatura, sino, que viene de este hálito estremecido que caracteriza a la primera palabra, caligrafía que es imagen de lo visible en lo invisible, de la figura y del espectro que la persigue. Por eso a Thoureau se le puede aplicar aquello que dice Pascal Guinard en su Retórica especulativa: “cada hombre no debe ser más que un sentimiento, si es un hombre”.
Muere a los 90 años Dario Fo, premio Nobel de Literatura en 1997