Los políticos de hoy no pueden ser menores a la grandeza que es necesaria para aclimatar la paz en Colombia
Desde que Sergio Fajardo apareció en la escena política de Medellín como candidato a la Alcaldía de la ciudad, con un discurso moderado, de profesor universitario, y tono pedagógico, se convirtió en una opción política para la ciudadanía. Ganó la alcaldía en 2003 con una votación excepcional.
Luego fue candidato presidencial, pero tuvo que consolarse con ser la fórmula vicepresidencial de la candidatura presidencial de Antanas Mockus en 2010. Pasaron a la segunda vuelta, con amplio favoritismo, pero el candidato de Uribe en ese entonces, Juan Manuel Santos, fue electo. En 2011, Fajardo ganó la Gobernación de Antioquia (2012-2015).
Es decir, en menos de una década, los resultados de Fajardo son exitosos, sin duda, y eso lo ha puesto ante la opinión para ser considerado con seriedad como futuro presidente de Colombia, sin haber tenido militancia partidista, sin maquinaria partidista y sin presupuestos públicos, a diferencia de la mayoría de los políticos colombianos. Una opción ciudadana.
¿Por qué votar por Fajardo? En estas elecciones presidenciales de 2018, los Acuerdos de la Habana entre el Gobierno y las Farc, que llevaron a su reincorporación a la vida civil, entregando las armas y haberes y que los ha puesto a hacer política, están en peligro de continuidad en caso de que la derecha gane los comicios.
Los Acuerdos de la Habana, entre las Farc y el gobierno de Santos, es lo más razonable que haya hecho la dirigencia colombiana hasta el presente para poner fin al conflicto armado. Al mismo tiempo que se deja de criminalizar el movimiento social, a sus dirigentes y sus reivindicaciones.
Frente a los Acuerdos, la estrategia de la derecha, bajo cualquiera de sus denominaciones y siglas, es azuzar al resentimiento que muchos colombianos sienten por las guerrillas, y que el accionar del Eln sigue estimulando, para desmontar los Acuerdos y “hacerlos trizas”. Al mismo tiempo que, sin distinguir tiempo y lugar, infunden miedo con la reincorporación de las Farc a la vida política electoral. En este sentido, señalan que Colombia se convertiría en un sistema castro-chavista, en donde todos serían expropiados y llevados a la ruina. Un sin sentido. Aquí en Colombia nunca se ha repartido nada, ninguna bonanza, petrolera o minera, y mucho menos la tierra. Si los colombianos quieren algo lo tienen que trabajar. Los únicos que han vivido de gorra en Colombia son los miembros de la clase política.
Frente a la perspectiva de que la derecha gane las elecciones de congreso en marzo y las presidenciales de mayo, y que con ello el país sea retrotraído a un pasado en el que se usó la violencia como instrumento político es necesario salir a votar por una propuesta más civilista y que respete los Acuerdos de la Habana.
La violencia en Colombia, que no ha sido sólo monopolio de la guerrilla, ha servido para el reforzamiento de una estructura social y económica de inmensas desigualdades y escasas oportunidades para las mayorías nacionales, y que no pudo ser transformada por la Revolución en Marcha de López Pumarejo (1936-1940), durante la llamada República Liberal (1930-1946), que fue un brillo en un siglo lleno de oscuridad.
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En cambio, especialmente, las políticas agrarias redistributivas de la Revolución en Marcha fueron convertidas, por la oposición política de las elites tradicionales conservadoras, en motivo para desatar el peor conflicto violento que ha sufrido la sociedad colombiana en toda su historia, y que tomó el nombre genérico de La Violencia, y que tuvo su punto más alto con el asesinato del líder popular Jorge Eliecer Gaitán. El propósito era eliminar las mayorías del partido liberal.
Las tumbas de 300.000 colombianos es la confirmación de tan monstruoso episodio, y que luego se expandió, dando lugar a un segundo episodio, bajo otras consignas y otros estandartes para seguir juntando muertos y destrucción. Esta última etapa del conflicto, los años 60 hasta el presente, es la que se ha terminado-parcialmente porque el Eln todavía no se desarma- con los Acuerdos de la Habana, mientras la primera se terminó, sin condiciones, con los acuerdos que llevaron al llamado Frente Nacional, bajo la promesa de repartir el poder entre la minoría conservadora y la mayoría liberal, pero que sin embargo fueron aprobados en el plebiscito del 57. Los políticos de hoy no pueden ser menores a la grandeza que es necesaria para aclimatar la paz en Colombia.
El partido liberal rindió sus banderas ideológicas y programáticas, sin diferencias sustantivas con su rival histórico, y terminó por desvanecerse en la irrelevancia actual, bajo la hegemonía del gamonalismo, que se tomó el partido Liberal bajo el liderazgo de Turbay Ayala y López Michelsen, y de sus herederos políticos que hoy son sus dirigentes. Por estas razones, el Partido Liberal ya no es una opción popular, a pesar de tener a Humberto de la Calle como su candidato, que bien merecería mejor suerte. EL Partido Conservador finalmente venció a su rival histórico. Una gran tragedia para Colombia que en pleno siglo XXI todavía tiene pendientes sus tareas de modernizar al país.
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Por lo tanto, la propuesta política actual que más sirve a los intereses nacionales para derrotar a la derecha, dentro del espectro político existente, es la candidatura de Fajardo, impulsada por la Coalición Colombia que se ha formado alrededor de Fajardo, Claudia López, y Jorge Robledo.
El programa de la Coalición Colombia podría ser sintetizado como cero corrupción y mucha educación. Es decir, es una apuesta por el desarrollo de las capacidades nacionales para la transformación productiva y social de Colombia, al mismo tiempo que se declara a favor de los acuerdos de la Habana.
Finalmente, debo aclarar que he sido un crítico de muchas de las actuaciones de Fajardo como alcalde de Medellín y gobernador de Antioquia. Sin embargo, considero, que una opción política nacional, como la de Sergio Fajardo hoy, no puede ser evaluada considerando solo los hechos locales. Tenemos que dejar a un lado las pequeñeces parroquiales por el bien común nacional.